La soledad de la montaña


Esta mañana, tras la meditación y la clase de Qigong, uno de los alumnos del maestro me ha invitado a ir con ellos a un manantial cercano a por agua. La idea me parecía interesante, aunque no entendía muy bien lo de ‘ir a por agua’ cuando a pocos metros del templo ya había un pequeño manantial del que nos surtíamos para todo.
Emprendimos la caminata por el sendero que discurre por los escarpados acantilados de la montaña, subiendo y bajando bastos y desiguales escalones tallados en la roca. Era media mañana y el sol ya se dejaba sentir sobre nuestras cabezas rapadas. Yo caminaba junto a los otros tres jóvenes –mucho más que yo- a un ritmo bastante tranquilo. Pero no me imaginaba que lo del sentido de ‘cercano’ era distinto para ellos que para mí, pues ya llevaríamos como media hora caminando y yo no veía el dichoso manantial por ningún lado.

-“Shenme shi hou women dao le?”, pregunté un par de veces a uno de ellos, obteniendo unas risas como respuesta…

Unos minutos más tarde, y tras doblar un recodo en el camino, comencé a escuchar un ruido de agua cayendo. Efectivamente, allí encontramos una hermosa cascada de agua, de unos veinte metros de caída, encajada en un estrecho desfiladero, muy cercano a una especie de puente. De no conocer el sitio, era difícil encontrarlo. Yo mismo había pasado días atrás por allí y no lo había visto.

El sitio era realmente impresionante; la cascada caía en una charca de unos tres o cuatro metros de diámetro, en medio de un pequeño desfiladero sin salida. Era como un refugio natural excavado por la naturaleza en la roca.

Nada más llegar, los tres monjes saltaron chillando como posesos a la poza, cuya profundidad no era excesiva pero les permitía cubrirse hasta el cuello en un agua tan fría como cristalina. Yo ya no me sentía con la edad –ni con la valentía- adecuada para hacer lo mismo. El agua estaba realmente helada; te cortaba casi la piel, pero allí estaban los tres, jugando como niños; tan contentos como gorrinos en un charco. Luego salieron y se despojaron de sus trajes que colgaron de las ramas de un viejo y reseco árbol que había y se sentaron a la orilla de la poza en posición de meditación. Me indicaron que hiciera lo mismo que ellos y a eso si que accedí sin problema.

Me senté sobre la roca, en posición de medio loto y traté de disfrutar de todos los sentidos que en esos momentos estaban como aletargados por la contemplación de tanta belleza natural. El entorno, al cerrar los ojos, se tornó de pronto en un silencio armonioso, donde solo el caer del agua en la poza dibujaba aun trazos de la realidad que mis sentidos podían percibir. Los olores, los ruidos de los pájaros, la brisa y el agua formaban una sintonía hermosa que me envolvía en un manto invisible. Poco a poco, las sensaciones de mi propio cuerpo físico fueron disolviéndose en un todo, dejando de percibirlo como una entidad separada.

Mi mente, mis pensamientos y mi cuerpo ya eran una sola cosa, en perfecta armonía con el entorno. Esa sensación solo la puedes percibir a posteriori, cuando sales de ese estado meditativo de vacío absoluto, pero a la vez de todo un mundo de sensaciones, que es indescriptible para los sentidos comunes. Una idea abstracta de lo que es la unión con el todo, que solo comprendes después de haberla sentido. Lo subjetivo y lo objetivo de la realidad se mezclan ahí de tal manera que no hay separación; No hay dos cosas, sino que todo es uno.

Esa es la experiencia del samadhi, del despertar de la mente sublime; Un estado del ser perfecto, donde no caben palabras para describirlo ni la necesidad de hacerlo. Solo una armoniosa y a la vez embriagante felicidad que, paradójicamente sentía en cada uno de mis poros, pero sin sentir mi cuerpo como tal.

En ese estado permanecí no sé cuánto tiempo, puede que media hora o más.

Luego, sales de ese estado de la mente y permaneces sentado, reflexionando con una claridad que por momentos me asustaba. Las preguntas y respuestas se sucedían en mi mente de una manera vertiginosa pero ordenada. Era una sensación de que pregunta y respuesta eran también una sola cosa. Una parte de mi mente, de mi yo –por definirlo de alguna manera- observaba a la otra parte de mí mismo en su desarrollo mental y emocional, como viendo todo el proceso. Así, uno mismo se convierte en observador de lo que observa, mientras al mismo tiempo hay un estado que lo puede percibir. Quizás, desde la perspectiva actual –mientras escribo esto ahora- era todo un galimatías mental, pero en esos momentos todo estaba tremendamente claro.

Estos estados alterados de conciencia, que yo ya había podido experimentar en varias ocasiones con esa intensidad, en estos lugares y circunstancias se convertían en casi un hábito, que poco a poco iban modificando tu estado interior. Sin las dispersiones de la mente en lo cotidiano de nuestra sociedad ajetreada occidental, era un camino mucho más fácil e intenso hacia esos estados del Nirvana… Algo siempre quedaba, de modo que algo importante iba cambiando en mi interior y se reflejaba en mi actitud externa.

Aun estaba absorto en mis pensamientos cuando volví a percibir el sonido de las voces de los otros tres monjes. Se habían vestido ya por completo y estaban encaramados en una pequeña ladera, recogiendo unas hierbas. Uno de ellos entonaba un mantra que yo había escuchado días antes en una de las liturgias de la mañana. Sonaba muy hermoso allí, entre las rocas inmensas, los arbustos y el tremendo abismo a nuestros pies.

Les pregunté si podía ayudarles y me indicaron que sí, que subiera allí y les ayudara a recolectar esas plantas, que yo por supuesto desconocía. Me costó lo suyo subirme a su altura –uno ya tiene una cierta edad en la que subirse como una cabra por las laderas, ya no es su especialidad- y me fijé el tipo de planta que estaban recolectando.
Lin Yun, uno de los monjes, me la enseñó y trató de explicarme que era una medicina o que con ella hacían una medicina muy poderosa. Eso por lo menos creí entender. Aun hoy no se de qué planta se trataba, pero debía ser autóctona de aquella zona. El caso es que encontré algunas y las coloqué en el cesto que llevaban. Lin Yun trató de explicarme que cuando arrancara una de esas plantas recitara un mantra, como agradecimiento a la tierra. También me indicó la manera correcta de hacerlo, para no dañar la planta.

Media hora más tarde, emprendimos el camino de regreso, lleno de una extraña euforia que me llenaba todos los sentidos. Creo que podría afirmar que irradiaba una energía muy poderosa. Era eso lo que realmente diferenciaba a la gente de aquí arriba de todos los demás.
Nos encontramos con el Maestro Shi DeJian justo en la entrada al templo, y se ve que Lin Yun le explicó que yo también había recogido algunas plantas, por lo que me saludó efusivamente con su curiosa sonrisa, haciéndome un gesto con el pulgar de su mano hacia arriba. Cogió un manojo de hierbas y me indicó que eran una poderosa medicina, aunque no comprendí muy bien para qué.

Cuando llegué a mi aposento en la pequeña cueva –perfectamente acomodada como vivienda, aunque muy austera- tomé mi cuaderno de apuntes y traté de darle cierta forma a la experiencia vivida, cuyo fruto es este mismo texto.
Nuevamente mi mente se perdió en el laberinto de las emociones y pensamientos, tratando de sacarlo todo a la luz y plasmarlo en papel, lo que originaba nuevas reflexiones acerca de la experiencia…
Pero eso, queda para otro día… me estaba quedando sin luz natural y salí fuera, a contemplar el hermoso atardecer que todos los días me regalaba la naturaleza. Me senté sobre el muro de piedra que separaba el pequeño camino de la casa, del abismo. Y traté una vez más de unirme en esa naturaleza sublime, donde te olvidas de ti mismo y te integras en el todo. El sol se estaba poniendo justo por encima de un mar de nubes bajas en el horizonte, justo entre varios picos de la montaña Shaoshi, dibujándolo todo de hermosos colores amarillos, anaranjados y rojizos, en una sintonía paisajística impresionante.
Solo había un “pájaro-deseo” que revoloteaba por mi mente de vez en cuando y era que deseaba poder compartir todo esto con la gente que quería, o con cualquiera que tuviera la suficiente sensibilidad para percibir el sentido de la vida a través de esta visión.
Estoy convencido de que en esos momentos, en esos atardeceres que tuve la ocasión de experimentar allí, parte de mi esencia se quedó en ese entorno, en esa unidad con la naturaleza…


Y que, de haber vuelto, era solo por la necesidad de poder compartirlo con vosotros…

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