¿Diferente?
Apenas hace unas horas que he tenido una pequeña discusión –si se le puede llamar así- con unas señoras en el paseo marítimo de nuestra localidad. El motivo, nada relevante en realidad, ha sido acerca del trato que le dan algunos a ‘sus’ animales de compañía.
Pero eso no es lo relevante, no. De la discusión no ha trascendido emoción alguna en mí que haya perdurado más allá de unos minutos. Pero si ha despertado una profunda reflexión que ha surgido con fuerza mientras estaba sentado contemplando las olas de la orilla del mar. Una reflexión que, al igual que las olas, iba y venía en forma de preguntas y respuestas.
¿Qué me hace realmente diferente a otras personas?... Esta pregunta, a la que siempre encuentro respuestas distintas rondaba sin cesar por los espacios de mi mente. El que yo pueda ser profesor, maestro, español, gitano, chorizo, alto, enfermero, heterosexual, blanco o tonto, no me hace distinto de todos los demás. Entiendo perfectamente que solo son etiquetas mentales que pertenecen al estado ilusorio de la mente humana. Nos sirven, al menos a mí- solo para mantener una intercomunicación con mis semejantes, para manifestar un estado del ser y para –a través de los sentidos- interpretar y percibir nuestro entorno. Y así es como nos relacionamos con lo que llamamos realidad.
Pero en el fondo – y llego al tema del porqué de la discusión de esta tarde- lo que busco y pretendo, inconscientemente o no, es que el resto del mundo sea como yo quiero que sea. Que se ajuste a mi realidad. Y si no es así, pues nos enervamos e incluso nos enfadamos. Todos deseamos que las cosas sean como nosotros queremos que sean. Eso es sin duda un atributo de nuestro ego… y así trata de hacerse fuerte, desplegando todo su orgullo y demás artimañas para auto-afianzarse como poseedor de la verdad…
Así pues, no soy tan distinto de los demás… ¿O quizás si?...
Quizás lo que me diferencia –que no es que me haga mejor o peor- es que soy muy consciente de ello. Que mi deseo nace de la idea profunda del sentido del Bodhisattva y de la aplicación de la compasión. Deseo que las cosas sean como creo que deben ser por una razón de base: que todos sean más felices y que cese el sufrimiento.
No dejo que mi ego se fortalezca en la idea de tener siempre la razón, ya sea objetiva o subjetiva; Poco importa. El caso es no dejar que anide en mi corazón y mi mente esa emoción perturbadora, que si bien por un momento puede revolotear por el cielo de mis pensamientos, no encuentra donde posarse.
En la práctica de ese camino, veo situaciones que conducen a potenciales errores y consecuentemente, al sufrimiento, y ante eso, no puedo permanecer impasible; Tengo que actuar.
De esta manera, la defensa de una idea, de una manera de hacer las cosas no se alimenta de insano orgullo, lo que nublaría sin duda el sentido común y oscurece nuestro corazón, haciendo imposible comprender lo que significa la compasión. Mantenerse firme, no es por lo tanto un baluarte inexpugnable de nuestro ego, sino una expresión de nuestra comprensión clara de las cosas con un objetivo positivo.
Así, cuando mantengo alguna discusión –casi siempre- trato de hacerlo sin que la rabia, el orgullo o la sin razón sean los argumentos empleados en mi manifestación. No dejo que haya emoción perturbadora que sea la que conduzca el tema. La tranquilidad y serenidad de fondo son los elementos que deben estar presentes. No hay sentimiento de odio, ni rencor, ni resentimiento, ni trato de prejuzgar a nadie. Simplemente defiendo y expongo mi visión de la situación, entendiendo incluso que el otro pueda tener una manera distinta de verlo.
Esto no implica que en un momento dado no deje salir mi carácter o mi indignación, pero jamás como arma arrojadiza hacia el otro. Jamás con intención de hacer daño o de menospreciar al otro, ya sea profesor, maestro, gitano, negro, ruso o extraterrestre, o rico o pobre… como yo.

Al fin y al cabo, todos somos más o menos iguales, pero nos creemos distintos.

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