Compasión y generosidad
Nuestro pequeño microbús paró apenas unos cien metros alejado de la entrada principal del templo, en una zona habilitada para la decena de autocares de turistas que visitaban el lugar. Era ya la cuarta ocasión en que visitaba este templo de la Oca salvaje de Xi’an, aunque en esta ocasión había matices que hacían mi visita diferente. Apenas un año antes había realizado mi ceremonia de aceptación como monje budista en el monasterio de Shaolin, así que hoy iba ataviado con la tradicional túnica gris de monje. Siempre que acudía a visitar esta ciudad, venía al templo. Era un lugar que me fascinaba, como todos los templos budistas del país; Un espacio de paz y tranquilidad en medio de una bulliciosa y enorme ciudad como era Xi’an.
Hoy hacía mucho calor y el aire era muy denso en la ciudad. Todos bajamos aliviados del vehículo, contentos de poder estirar las piernas y refrescarnos con alguna bebida de alguno de los puestos que había a pie de la entrada.
La guía del grupo nos entregó las entradas al recinto y nos dispusimos a bajar del vehículo. En el grupo viajaban una decena de turistas de diferentes nacionalidades, entre ellos los dos españoles que venían conmigo. Ya por la ventanilla pude ver a un pequeño grupo de mendigos acercarse al vehículo, cosa que me llamó la atención por ser una imagen poco habitual en los lugares turísticos. Obviamente las autoridades no lo permitían. Así que de inmediato me llamó la atención este hecho. Nada más caminar unos pasos fuera del autocar, se nos acercó una anciana, con la cara muy desfigurada, la piel curtida y una notable cojera y comenzó a pedir limosna a todos los que íbamos en el grupo. Nadie de los que iban le entregó nada y se mostraban bastante molestos con su insistencia. La pobre mujer, cuando me vio a mi, vestido con mi hábito budista, enseguida me agarró de la manga pidiéndome algo de dinero mientras señalaba mi pulsera de muñeca. Esto, en China, era como una seña de identidad de que el portador era budista, igual que los católicos llevaban una cruz o los judíos una estrella.
Miré a la anciana a los ojos por un instante y pude ver reflejados en ellos una inmensa tristeza y dolor. Parecía a la vez que estaban vacíos, de una negrura muy profunda y extrañamente opaca. Por un momento me quedé observándola, mientras ella me señalaba mi mala budista y juntando las palmas me pedía algo de dinero. De alguna forma, por un instante era como si la observara desde el corazón y desde ahí surgió un sentimiento muy fuerte de compasión. Metí mi mano en el bolso que portaba y saqué unas monedas que llevaba sueltas y algún billete pequeño, que como mucho podría sumar unos 15 Yuan (1,5 euro), y se lo entregué a la anciana en la mano, envolviéndoselas con mis propias manos durante unos instantes. Hubo una extraña comunicación, seguida posteriormente de una decena de repeticiones de la palabra “xiexie”, mientras en sus ojos se encendió un brillo visible. Su cara pareció cambiar, perder arrugas, años, dolor y pena. Pero claro, seguro que eso era solo una percepción mía. Para ella, esos quince Yuan le permitirían comer ese día, así que su rostro estaba iluminado y mostraba una amplia sonrisa, dejando ver su único diente.
Sin apenas percatarme, en apenas unos segundos me vi rodeado de una decena de mendigos, todos harapientos, mutilados y muy sucios, pidiendo a viva voz que les diera también algo de dinero. Incluso había un crio de no más de diez años. Era una situación lamentable. Comenzaron a zarandearme, a tirar de mi túnica y de mi bolso hasta el punto de que me sentí ciertamente acosado. Incluso entre ellos mismos se peleaban por acercarse lo más posible. Yo trataba de decirles que ya no me quedaba dinero, que lo sentía mucho. Y no era verdad del todo, claro. Si que tenía dinero, pero eran todo billetes grandes, de cien Yuan y no era cuestión de sacarlos allí y repartirlos. Tampoco es que me sobrara el dinero a mí…
El caso es que me vi envuelto en un pequeño tumulto, con los mendigos empujándose, peleando y vociferando que les diera dinero. Esto llamó la atención de la policía, que no andaba muy lejos y que acudió de inmediato y comenzó a dispersarlos a todos a empujones y a golpes, cosa que hubiese querido evitar. Me condujeron amablemente a la entrada del recinto donde estaba ya el resto del grupo. Miré atrás desde la distancia a esta triste escena, muy distinta de la que pretendía.
Esta situación me hizo reflexionar y plantearme que no podía ayudar a nadie dándole limosna de esta manera. De alguna forma, mi acto altruista estaba mal planteado. Estuve largamente meditando sobre lo que era la compasión y la generosidad; De si la había realmente comprendido. Partiendo de la premisa que el estado natural del ser humano es el de necesidad, cuando muchas veces damos algo, en el fondo lo que buscamos sutilmente es recibir algo a cambio. Por ello, he sostenido siempre que hasta que no seamos capaces de comprender esto, hasta que no seamos capaces de desprendernos de verdad de esa necesidad, nuestros intentos de noble generosidad se convierten a menudo en el disfraz de una dependencia dañina.
Cuando son mal comprendidos, los ideales de compasión y generosidad no hacen sino que reforzar la dependencia y el apego, y así nos perdemos en una ayuda poco hábil, que casi no consigue nada, salvo alimentar sutilmente nuestro ego.
Eso me había ocurrido a mí, a pesar de que mi intención era buena, no había sopesado las posibles consecuencias, ni había sido capaz de descubrir de dónde salía esa necesidad de dar esa limosna, que en realidad se había convertido en un ejemplo de lo que denominamos “ayuda codependiente”. Esto reavivó un antiguo debate interno sobre la idoneidad de dar a veces ayuda inadecuada a ciertas personas, con lo que en realidad estamos contribuyendo a que esa persona eluda la realidad de su vida. Es lo de darle dinero a un drogadicto para ayudarle. Todos sabemos lo que haría de inmediato con ese dinero.
Pero aun sabiendo esto, ese día, la idea de mi condición de monje me impulsó a querer darle esas monedas a la anciana, sin tener en cuenta las repercusiones. Mi incapacidad en ese momento de decir que no, fue el detonante real de la creación de un pequeño conflicto, que si bien no tuvo consecuencias, sí que me hizo reflexionar.
Estuve luego largamente pensando sobre ello y estableciendo claramente los paralelismos en diferentes ámbitos de nuestras vidas. En muchas relaciones, nuestros miedos y dependencias pueden hacer que temamos decir la verdad, cosa que, afortunadamente he ido superando con el tiempo. Tal vez seamos incapaces de establecer límites y seamos incapaces de decir que no. Y siempre es el miedo el que en el fondo, a veces muy sutilmente nos limita. Siempre con el miedo a la desaprobación de los demás. De hecho, hay muchos hombres a los que les cuesta decir que no, sin importar lo que se les pida. En las relaciones afectivas sucede esto exactamente igual; Muchos se dejan caer en una relación insana o contraria incluso a sus principios, solo por el hecho de no saber decir “no” a tiempo, por no poner límites. Luego, cuando pasan años en esta situación, se encuentran llenos de resentimiento, sin comprender porque actúan así.
También en el ámbito familiar sucede esto con mucha, demasiada frecuencia hoy en día. Hay muchos padres que, con tal de no generar un conflicto inmediato, ceden a las pretensiones y caprichos de sus vástagos y son incapaces de ponerles límite alguno; Son incapaces de decir que NO. Y si lo hacen, lo hacen con la boca pequeña o no cumplen luego su palabra. Flaco favor se les está haciendo entonces a la educación en valores a esos hijos. Unos padres con cierta sabiduría, sabe cuando hay que establecer límites y cuando hay que decir que si o que no. Quieren a sus hijos y les ayudan, pero también respetan lo que los hijos necesitan para aprender por sí mismos. En muchas ocasiones un firme “no”, o “no puedo”, es la mejor ayuda que en realidad podemos ofrecer.
A veces, la verdadera compasión por nosotros mismos –no debemos olvidarnos que somos seres necesitados- y por los demás, exige que establezcamos fronteras y límites, que aprendamos a decir que no, pero sin alejar a la otra persona de nuestro corazón. Pero comprendí también, como ya me había dicho mi maestro, que la compasión no es una ciencia exacta, una forma de ser con reglas estrictas o fórmulas que no existen. Como sucede con todo en la vida –y el camino espiritual también formaba parte de ella- exige que estemos atentos y que escuchemos. Que comprendamos los motivos y luego obremos en consecuencia y establezcamos qué acción puede ser realmente una ayuda.  Muchas veces hemos de comprender que hemos hecho lo que hemos podido. Nada más.
En mi caso lo comprendí al ver el triste espectáculo de los mendigos peleándose entre ellos por unos billetes…
Ya en el autocar, de regreso al hotel, uno de los españoles me dijo que porque le había dado dinero a esa anciana si, de todas formas no la iba a sacar de la pobreza y nada iba a cambiar en su vida. Seguiría siendo lo que era, una mendiga y esa era su condición que, seguramente mi limosna no iba a cambiar ni un ápice.

“Muy cierto, no va a cambiar nada, pero hoy, seguro que tiene un plato de comida”… No le di limosna a un mendigo ni a la imagen que transmitía su aspecto exterior. Le di una parte de mí, de mi amor incondicional a un ser que sufría… esa era mi limosna, mi humilde regalo.

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