Un extranjero en Shaolin

            Aunque ya había estado una quincena de veces en el templo –cada vez con duraciones distintas- no dejaba de sorprenderme este lugar, por sus múltiples facetas, a veces hasta contradictorias. Digo quince veces las que he viajado a China, aunque obviamente he estado en muchas más ocasiones en el monasterio.

            Este año, llevaba ya más de un mes aquí, solo, sin grupo de alumnos y me había adaptado bastante bien al ritmo de trabajo de los monjes, aunque con marcadas diferencias al ser yo extranjero. Mi carga de entrenamiento no era ni de lejos la que tenían ellos cada día. Yo solía entrenar a lo sumo 4, quizás 5 horas al día y nunca con la intensidad que ellos. Ya estaba un poco mayor para esos saltos. Mis maestros tenían eso muy en cuenta al planificar lo que me iban a enseñar. Ahora tocaba explorar lo profundo de Shaolin…
            Afortunadamente me vi recompensado en mis deseos más profundos de poder conocer algo del Xin Yi Ba tradicional, un antiguo estilo de Shaolin, englobado en el Chanwuyi del maestro  Wu Gulun, que practicaban y enseñaban los maestros Shi DeJian, Wu Nan Fang o mi maestro Shi Yan Ao. Me fascinaba este trabajo marcial desde la primera vez que lo vi. Y ahora, por complejas circunstancias de la vida, estaba aprendiendo con unos de estos maestros. Para mí, era un premio, un verdadero regalo…

            La vida cotidiana en el monasterio, a pesar de cierta rutina con los entrenamientos y las ceremonias litúrgicas propias del budismo Ch’an, no era ni mucho menos aburrida o monótona para mí. Todo era nuevo, incluso relevante. Siempre descubría matices, sabores, colores, aspectos distintos que lo hacían todo interesante. El mismo camino de venir todos los días al templo desde mi residencia en la aldea cercana –unos 800 metros- suponía un agradable paseo, en el que siempre me encontraba con experiencias interesantes. Desde la observación de la naturaleza salvaje, con sus curiosos bichos e insectos, algunos autóctonos y únicos de la zona, hasta la relación con los campesinos que me encontraba casi todos los días en sus labores, y que ya me saludaban. Un anciano muy simpático al que acabé llamando “Paco” porque no le entendía muy bien su acento del lugar cuando me decía su nombre, me lo encontraba casi todos los días bajando con su cacharro motorizado –una mezcla de moto, tractor y carro- cargado hasta los topes de cosas. Nos reíamos mutuamente, no sé muy bien de qué, cuando nos saludamos. A mí me hacía gracia su aspecto, con cara redonda, de piel muy curtida y quemada por el sol, sus pequeños ojillos y su sonrisa sonora, que cuando abría la boca, dejaba a la vista el único diente que tenía… Buen tipo y muy amable. En dos ocasiones me regaló una pequeña bolsa con fruta, un gesto que agradecí muchísimo.

            Como he mencionado antes, el camino hacia el templo, suponía una forma de meditación para mí; Un momento de reflexión serena y pausada acerca de las cientos de experiencias que estaba viviendo. Un trayecto que a lo sumo tardaba unos 15 o 20 minutos en recorrer cuando era cuesta abajo, y una media hora al regreso, por ser cuesta arriba y por estar ya cansado del entrenamiento. En alguna ocasión, el chico que conducía uno de los coches eléctricos que llevaba los turistas desde la entrada hasta Shaolin, y que por las tardes estaba muchas veces en la puerta del restaurante donde solía cenar, se ofreció a llevarme. Como casi todos los chinos, una vez que entablan conversación contigo, ya son amigos y te tratan de una forma muy especial. Cuando una de las veces llegamos a la aldea, justo en la puerta del restaurante había un grupo de gente reunida, que debían ser amigos de este chico. Enseguida me presentó a todos como si yo fuera amigo suyo de toda la vida. Sentirse como una especie de atracción para los chinos del lugar, era una sensación cuanto menos, curiosa.

            Estos recorridos que solía hacer cuatro veces al día, se redujeron a dos, pues el abad del templo decidió permitirme quedarme a almorzar con los monjes en el Caitang, el comedor colectivo de Shaolin. En realidad yo no lo había pedido, así que para mí, fue un privilegio más. Eso me permitió quedarme más tiempo en el templo, además en las horas en que había una masiva afluencia de turistas. Mi maestro Yan Ao comentó algo a otro monje acerca de mi facilidad con los idiomas, y al día siguiente llegó el Sr. Wang Yu Ming, una especie de representante ante la oficina de turismo del monasterio y jefe de la oficina CITS de Dengfeng, y me comentó si estaba interesado en ayudar en ciertas labores de guía del templo. Le dije que por supuesto podría ayudar en lo que estuviera a mi alcance.
            Así, a los pocos días me vi acompañando a uno de los guías turísticos y a un pequeño grupo de visitantes españoles que venían con él. Fue una experiencia muy curiosa, aunque con matices un poco desagradables. Cuando mi maestro me dijo que eran españoles, me alegré mucho y acudía  la puerta principal a recibirles. Amablemente les saludé y les pregunté si eran españoles y de dónde. Pero para mi sorpresa, un señor un poco estirado y muy seco, me contestó que no, que no eran españoles sino catalanes. Me embargó una extraña sensación mezcla de tristeza y enojo, porque mucha gente no sabe lo que es encontrarte en lugares tan lejanos con gente de tu mismo país y que te hablen mal de él. Sientes alegría de encontrarte con paisanos y son en momentos así, donde te das cuenta de tu origen, de tus raíces. Eso solo lo saben los que han estado trabajando fuera en el extranjero. Lo saben y sienten los que han oído el himno nacional mientras subían a un podio en el extranjero. Algo muy curioso porque estando en España, no había percibido nunca esa extraña emoción ni era un fanático de la bandera. Ni siquiera me alteraban las cuestiones independentistas, fueran de donde fueran.
Así que el encuentro con estas personas, creo que bastante ignorantes, no fue muy grato. No tenían relación alguna con las artes marciales ni con Shaolin. Solo estaban de paso en visita turística con una agencia. Eso sí, se sorprendieron bastante de encontrarse con un monje extranjero explicándoles las diferentes cosas relacionadas con el templo. Y más aún –aunque no les agradara demasiado- que ese monje fuera español.
Así tuve la ocasión de acompañar a diversos grupos turísticos por su recorrido por el templo, ayudando al guía oficial a traducir o explicar detalles que yo conocía y él no. Fue una experiencia muy gratificante, pues me permitió poner un poco al día mi conocimiento de los varios idiomas que sabía.
Esto me recordó una curiosa anécdota que me ocurrió en uno de mis primeros viajes a China…
Estaba con un grupo de turistas en un tour por el país y en ese día tocaba la visita a Shaolin prevista en el itinerario. A la hora del almuerzo, preferí quedarme con la guía del grupo, en vez de irme con el resto a comer al restaurante del Wushuguan cercano. Normalmente, los guías de grupos no pueden almorzar con ellos y deben hacerlo en un lugar aparte, habilitado especialmente para ellos, donde la comida es realmente diferente.
En esta ocasión, me encontré almorzando en un pequeño comedor, justo al lado de la cocina, desprovisto de todo tipo de decoración y con apenas media docena de mesas y en compañía de seis o siete guías turísticos. Todos estaban almorzando y les sorprendió gratamente mi presencia, pues enseguida comenzaron a preguntarme cosas, pero sobretodo  mi razón de comer allí y no con los turistas en el comedor principal. Mi guía, la señorita Yan, muy simpática y amable, enseguida les comentó algunos detalles sobre mí, entre ellos el hecho de que yo hablara varios idiomas. Eso enseguida les entusiasmó y comenzaron todos a hacerme preguntas en el idioma que cada uno de ellos dominaba (más o menos). Cada uno deseaba probar su nivel y a la vez se asombraban de cómo alguien pudiera hablar tantos idiomas. Era de locos; Cinco personas, cada uno preguntándome cosas en un idioma distinto y yo tratando de contestarles a todos. Así me vi metido de lleno en una tormenta de preguntas en inglés, francés, alemán, italiano y español, todos a la vez. ¡Qué lío!... pero tremendamente divertido. Todos se reían a carcajadas e insistían en invitarme a tomar algo. Mi amiga Yan se notaba que se sentía orgullosa, como si yo fuera algo suyo… eso aumentaba enormemente su Guanxi, su prestigio.

Cierto día, por la mañana y justo antes de empezar mi entrenamiento con Liu Chen, llegó el maestro Shi Yong Zhi y estuvo hablando con mi maestro. Parecía que estaban hablando de mí, cosa que ya daba por normal. Al rato mi maestro me llamó y me comentó el tema de conversación. Por lo visto, al día siguiente llegaría un importante grupo de visitantes chinos, algo relacionado con el gobierno, y los monjes iban a realizar una exhibición, incluido mi maestro. Me pidió si yo quería hacer también algo en esa exhibición a lo que contesté que mi nivel era ridículo comparado con los monjes y que no quería dejar en mal lugar al templo. Pareció enfadarse un poco y me dijo que no había nada que comparar, que yo sabía hacer cosas muy bien. Que podía hacer un rompimiento de Qi-gong, cosa que les gustaba mucho ver a los chinos. Y que sería un honor para él si yo participaba. Además, que la sugerencia había partido del maestro Shi Yong Zhi. En realidad el honor era mío, por brindarme esa oportunidad, que jamás en la vida me lo hubiera imaginado.

Así me vi embarcado en esta experiencia, que me quitó un poco el sueño esa noche. Para mí era una enorme responsabilidad salir ahí, ante no sé cuantos espectadores y hacer una demostración. Aunque tenía la completa seguridad de que podía hacerlo y de que no fallaría, el escenario era algo distinto a cualquier otra exhibición que hubiera hecho antes. Por definirlo de otra manera, era como decir misa en el vaticano.

Al día siguiente, sobre las 12 del mediodía ya estábamos preparados un nutrido grupo de monjes, auténticos atletas y guerreros y yo, tras el edificio que servía como sala de entrenamiento y ocasionalmente para hacer exhibiciones. Escuchaba el murmullo de la gente que había visto entrar hacía un rato, acompañados por la clásica parafernalia china de los actos oficiales.

Desde un lateral del escenario, podía ver a parte del público, que superaba el centenar, todos ataviados con sus trajes y sus flores en la solapa. Había también varios monjes de alto rango que yo no conocía, así que debían ser también visitantes. Y desde ahí pude ir apreciando las diferentes actuaciones que los monjes iban realizando uno tras otro.  El nivel era impresionante, sin duda. Me sobrecogió una de las actuaciones en que un monje se llevó hasta tres golpes en la cabeza hasta que, sin inmutarse, rompió el durísimo palo. Cuando me tocó a mí, respiré hondo y salí con paso firme al escenario. De inmediato se pudo oír un gran murmullo que dio paso a un silencio tremendo. Pero yo ya no veía a nadie. Estaba completamente centrado en mi ejercicio. Comencé a realizar las respiraciones de canalización del Qi, exagerando un poco los gestos, como les gustaba a los chinos –no dejaba de ser un espectáculo- y me preparé las 3 barras de hierro que me entregó Liu Chen. Pude apreciar multitud de flashes disparando y sentir el aumento del murmullo. Pero no importó mucho…
Durante este ejercicio, mi mente desaparece, mi físico se vuelve uno con la materia, el tiempo se distorsiona, se vuelve lento y una explosión de energía rompe en varios trozos el metal contra mi cabeza…

Ni un rasguño y sí una amplia sonrisa en mi rostro. Un sonoro y prolongado aplauso llenó la sala, mucho más fuerte que el que brindaron a los demás monjes durante sus demostraciones. Yo creo que yo estaba más alucinado que los chinos. Cuando terminó la demostración, llegaron un grupo de chinos, incluidas algunas señoras para felicitarme efusivamente. Incluso una llegó a pedirme que le enseñara mi cabeza y me hizo una foto en la calva. Yo me sentía abrumado. No sabía qué decir y solo les daba una y otra vez las gracias. No era para tanto. Cualquier monje de allí era mucho mejor que yo, sin duda, pero claro, yo era extranjero. Hubo fotos de la prensa y de las muchas decenas de visitantes que quisieron hacerse una instantánea, no solo con el grupo de monjes de la exhibición, sino con el monje extranjero. Era la primera vez que ocurría algo así.
Yo me sentía eufórico, lleno de alegría y esa alegría era compartida por todo el grupo de monjes que realizaron la exhibición. Si bien al principio y antes de la actuación, muchos se mostraban muy reservados, incluso esquivos y recelosos, ahora era todo palmadas y felicitaciones. Todos sonreían y estaban contentos. Era la primera vez que me sentía plenamente uno de ellos, como perteneciente en todos los sentidos a ese lugar. Sin duda me habían aceptado completamente como parte de Shaolin…


Al día siguiente, Liu Chen me trajo un periódico en el que salía una foto del rompimiento de las barras de hierro sobre mi cabeza. ¡Había sido la noticia local! Lástima que perdiera ese documento, que era un hermoso recuerdo para mí de esa experiencia. Esto lo contaba en mi país, y seguro que no me creían. Pero el mejor recuerdo había sido el haber podido participar en una exhibición realizada por los monjes, como uno más de ellos, en la misma cuna de las artes marciales chinas; En Shaolin. Eso no lo olvidaré nunca. Ya formaba parte de la historia de ese lugar…

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Hola, reugo que me disculpe si considera que esta vía de comunicación no es la adecuada.
Me encuentro muy interesado en aprender el Shaolin Kung Fu, pero me da la sensación de que sólo entrena a gente muy joven.
Actualmente tengo 27 años.
Saludos y gracias por cualquier respuesta que me de.
Shi Yan Jia ha dicho que…
Hola amigo. Si bien es cierto que actualmente hay más gente joven que adultos en la escuela, eso es solo circunstancial, pues no hay límite de edad, incluso casi prefiero a gente adulta, pues es más productivo. Pásate cuando quieras por la escuela y hablamos. Un saludo

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