Ceremonia Budista...(2004)
Ceremonia budista de Shi Yan Jia (templo Shaolin 2004) |
No sé cuantos
años hace ya que sigo el camino budista del Mahayana, del Ch’an, pues de alguna
manera –tal y como explicó hace poco durante una conversación mi alumna Eva en
mi escuela de España- ya llevaba dentro de mí esa semilla, que sólo tuve que
sacar fuera, a mi vida cotidiana. En el budismo encontré hace muchos años un
reflejo de mi propia manera de pensar, de sentir, de comprender la vida. Y lo
que iba descubriendo me iba llenando cada vez más, me liberaba de estructuras
fuertemente arraigadas en mí ser y que no me dejaban asirme a la libertad. Poco
a poco esto ha ido echando raíces en mi corazón y mente, llevándome a un
progresivo y profundo cambio interior, que ha estructurado otra manera de
pensar. Así fui adentrándome poco a poco en el camino, en el Dharma, lo que
culminó hace ya algunos años –en Abril del 2004- en mi ceremonia budista para
convertirme en monje consagrado o monje budista de Shaolin. Ese día fue de
alguna manera muy memorable; un día que recordaré siempre en mí mente como un
día –paradójicamente- normal, aunque las circunstancias fueron excepcionales.
Un día que, de alguna manera era como una bifurcación,
un cruce de caminos, en el que debía tomar una dirección u otra. No cabía la
inmovilidad, el dejarse llevar por la corriente de los acontecimientos.
Pocos días antes, mi amigo Chen Zhanqiang me habló de
que el Abad del templo Shaolin deseaba conocerme en persona, pues sabía de mí y
de mi trabajo a través de mis Maestros del templo con los que yo aprendía cada
vez que acudía allí. Conocía todo mi historial, pero a pesar de habernos visto
en varias ocasiones, nunca tuve la oportunidad de hablar con él. Shi
Yong Xin era el actual Abad del templo, y yo, desde siempre le había
visto más como un representante “oficial” del mismo, que como un monje. Siempre
iba rodeado de otros monjes cuando acudía a actos oficiales. Era sin duda una
autoridad con mucha relevancia, incluso a nivel político nacional, donde
representaba la comunidad budista ante la asamblea nacional. De esta manera, la
verdad es que tenía más una idea intelectualizada que real de su persona. Le
veía casi como alguien inalcanzable, un símbolo de Shaolin, alejado de la
práctica que me interesaba, por lo que mi interés por conocerle nunca fue
demasiado evidente. Así que esta propuesta me sorprendió gratamente.
Significaba que mi trabajo y esfuerzo de años habían sido observados y analizados.
Y ahora, sin buscarlo de forma consciente, llegaba a mí la oportunidad de
adentrarme en un compromiso serio y profundo con el camino budista que había
elegido. Era la oportunidad de formar parte de este sitio tan especial y
mítico. Y formar parte de una manera real, y no solo como visitante ocasional.
Aunque en un primer momento mi respuesta fue de un
entusiasmo sincero, luego, cuando estuve sólo, comenzaron a asaltarme un montón de dudas, pues suponía un
verdadero compromiso y reto para el que no estaba del todo seguro de estar
preparado aún. Así pues, la mañana del encuentro practiqué meditación durante
un rato considerable para intentar mantener mi mente en calma.
Acudimos a la puerta lateral del templo donde un joven
monje nos abrió y condujo a través de los patios hasta la sala principal, donde
debía tener lugar la entrevista y la ceremonia. Esta pequeña sala permanece
siempre cerrada al público, siendo utilizada sólo en ocasiones y actos muy
especiales. El templo permanecía a esas horas – eran apenas las siete de la
mañana- en completo silencio, salvo por el sonido intermitente de la gran
campana, audible incluso a varios kilómetros de allí. Me acompañaban varios
alumnos míos, (Jorge Wu, Jesús Bartolomé, Francisco Muñoz, Giovanni Sbroglio y
Omar Olabi) mi amigo Chen y el jefe de la agencia CITS de la ciudad, el Sr.
Wang. Tenía la impresión de que ellos estaban más nerviosos que yo.
Mi conocimiento de la liturgia budista era prácticamente
nula o muy escasa, así que estaba a la expectativa de lo que me dijeran que
tenía que hacer. Me sentía como un cuenco vacío. Iba ataviado con mi traje gris
de entrenamiento, la ropa que usualmente portaba siempre que estaba allí.
Apenas esperamos unos diez minutos cuando apareció el
Abad del monasterio, junto con otros 8 monjes, todos ataviados con las túnicas típicas
de las ceremonias. Allí se encontraban hoy los Maestros más importantes del
pequeño monasterio. Tras las presentaciones, se me invitó a tomar asiento en
una de las grandes sillas, de estilo tradicional, que casi parecían un pequeño
trono. El Abad se sentó justo en la silla de al lado, mientras que los otros
Maestros se sentaron a ambos lados de la sala. Nos sirvieron unas tazas de
delicioso té chino, de cosecha del propio monasterio y que en breve iban a
comercializar. Era también el momento indicado para que entregara los obsequios
que le había traído al Abad, según establece la tradición. Esto es más algo
simbólico que otra cosa. Le entregué una pequeña cerámica representativa de
nuestro país y un pequeño cuadro que yo mismo había pintado, con motivos
alusorios del tema budista. Estos regalos los había guardado en realidad para entregárselos
a alguno de mis maestros. El Abad me regaló una preciosa cajita de té, dos
libros sobre Shaolin y no sé qué cosa más. En cualquier caso, carecía de
importancia.
Se estableció una fluida conversación, mitad en chino
mitad en inglés entre este Maestro y yo, ayudado ocasionalmente por mi amigo
Chen en la traducción de las cosas que no sabía explicar en mi limitado chino.
La conversación giraba acerca de mi interés y mis intenciones sobre Shaolin, el
budismo y el Kung-fu. Fueron muchas preguntas las que me hizo, y a las que
traté de contestar desde mi humildad y sinceridad de corazón. Sentía que este
hombre me estaba estudiando, más que escuchando mis respuestas, y en ese
sentido, llegué a percibir que había como una conversación o comunicación
paralela, que iba mucho más allá de las palabras. Una comunicación que era
invisible a los oídos y los ojos de los demás presentes en la pequeña sala. Me
sentía tranquilo y mis respuestas fluían sin dudar de mi mente. Estaba descubriendo
otra faceta más de este maestro, que desconocía por completo.
Esta conversación duró casi tres cuartos de hora. Pero
llegó el momento de la ceremonia budista. El Maestro se retiró unos momentos a
una pequeña salita anexa, mientras a través de la traducción de Chen, me
explicaron lo que debía hacer y decir. Poco después, se inició la ceremonia o
liturgia budista, con los monjes recitando sutras, tocando sus campanas, el Mo Yü (pez de madera) y yo arrodillado
delante del Abad y el altar del Buda. Realicé tres veces las tres postraciones
o reverencias preceptivas, mientras repetía unas palabras en chino que, la
verdad no comprendía. Toda la ceremonia duró como unos cuarenta minutos, en los
que mi mente se fundió con mi corazón y las profundas emociones florecieron
radiantes hacia el exterior. Ni siquiera el intensísimo dolor de mis rodillas
me abstraía de lo que estaba viviendo y que estaba adquiriendo unas connotaciones
tan profundas para mí. El tiempo estaba como distorsionado, la luz de la sala,
apenas iluminada con velas y un par de bombillas peladas en el techo, era
brillante, y todo encajaba en armonía casi perfecta.
Uno de los Maestros asistentes, iba dirigiendo todo el
ceremonial, cantando y recitando sutras antiguos. Se me dio un nombre budista,
de profundo significado, que luego me explicó Chen. Shi Yan Jia significa ‘el que alarga la vida’. Hice las tres
promesas y acepté los diez preceptos de monje laico, que me comprometían
conmigo mismo y ante la comunidad budista de la que a partir de este momento
pasaba a formar parte. Coloqué las varillas de incienso en el altar del Buda,
algo que a pesar de haberlo hecho multitud de veces, me llenó de gran dicha en
esos momentos. No podía ser más feliz.
Hasta tal punto estábamos absortos en todo el
ceremonial y en el acto en sí, que a ninguno de nosotros se nos ocurrió tener a
mano la cámara de fotos o el video para tomar imágenes de recuerdo. Menos mal
que al Sr. Wang se le ocurrió preguntarme en un momento dado y corriendo fue al
coche a por mí cámara. Así pudimos finalmente obtener algunas imágenes de la
ceremonia. Aunque en aquellos momentos lo de tener fotos de recuerdo del acto
no revestía importancia alguna –no había ido allí a hacerme fotos
publicitarias- si que con el tiempo he comprendido que el tener esas fotos ha
sido relevante para muchos aspectos en mi escuela.
Cuando terminó todo el ceremonial, le entregué a cada
Maestro un HungPao, un pequeño sobre rojo con 50 Yuan (5 €) para cada uno de
ellos. Hice un donativo al monasterio –uno más de los tantos que he hecho- y
agradecí a los Maestros todo lo recibido. Esa es la única compensación
económica que he entregado a Shaolin por estar allí. Jamás he pagado nada por
las enseñanzas recibidas ni he tenido que comprar ni títulos ni certificados.
Todos me saludaron muy respetuosamente y uno a uno
pasó a darme la mano y desearme buenos augurios. Todo eran sonrisas y alguna
que otra risa. Luego nos despedimos y tomamos tiempo para hacer una visita más
por las salas del monasterio, en la que nos acompañaron algunos de los maestros.
Quizás fuera un pretexto para asimilar bien todo lo sucedido, para asentar de
nuevo los pies en el suelo, porque me sentía literalmente en una nube. Algo muy
profundo había despertado en mí, eso era seguro. Mis alumnos me observaban
extrañados, como si fuese otra persona. En sus rostros se reflejaba una extraña
luz y alegría. Habían tenido la extraordinaria y rara ocasión de presenciar un
ceremonial de este tipo, al que solo acceden en contadas ocasiones personas
extranjeras en China. Todos estábamos radiantes de energía y muy contentos, y
eso se dejaba notar en todos. Sólo lamenté que no pudiesen estar presentes
todos mis alumnos.
Del monasterio Shaolin, y aprovechando que teníamos el
día libre de entrenamientos, nos dirigimos a visitar la montaña Shaoshi,
subiendo con el pequeño telesilla. Posteriormente volvimos a Dengfeng para
trasladarnos a Chenjiagou, que dista
unos 180 kilómetros de aquí, y donde se encontraba la escuela original de la
familia Chen de Taiji y muy cercana a la ciudad de Wenxian, donde se ubicaba el
Taijiguan, el equivalente en Taiji a Shaolin.
El haber realizado este ceremonial de confirmación,
supuso para mí el inicio de un nuevo camino. Un camino por el que hacía años
que transitaba, pero que ahora estaba mucho más claro. Era como disponer de
pronto un plano del lugar en el que habitualmente te mueves. En el plano del
budismo debía tratar de enseñar también la palabra de Shaolin, el Ch’an, el
Dharma, algo para lo que sinceramente, no me consideraba preparado todavía.
Debía también cuidar la imagen y nombre del monasterio en mi país, velando por
su veracidad y correcta difusión. No delegaban en mí nada oficial, pero sí el
compromiso de hacer lo posible por difundir las enseñanzas correctas.
Oficialmente, yo era ahora uno de los seis discípulos extranjeros que tenía el
Abad y Shaolin, y mi nombre figuraría a partir de ahora, en los libros de la
historia de este monasterio. Ya formaba parte de Shaolin…
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