Mercado de la vida
Quiero compartir con todos vosotros, parte de un texto perteneciente a un libro que escribí hace algunos años y que refleja parte de las vivencias que tuve durante mis viajes por tierras chinas... y que comenté en uno de los programas de radio que hacía hace unos años...
"Mercado de la vida"
Hace ya unos meses que vivo aquí, en esta pequeña ciudad de una región central de China, rodeado de enormes montañas. Camino con paso tranquilo. Y observo a la gente, como uno de mis pasatiempos predilectos y que más me fascinan. Creo sinceramente que esta observación, que nunca hago con ánimo de criticar de forma vacía, me aporta mucho sobre mi visión de esta sociedad china. Además es enormemente gratificante, pues la mayoría de la gente que me cruzo, siente a su vez una divertida curiosidad hacia mí, y eso es lógico, pues aquí, yo soy el extraño, el tipo raro, el “Wei Guo ren”.
Mercado de Dengfeng, en China. Vengo siguiendo con el olfato el dulce aroma de frutas maduras y frescas, que se percibe incluso varias calles antes de llegar.
Delante de mí camina un tipo curioso, de unos cincuenta años – o al menos los aparenta – con una impronta típica de mendigo, desaliñado, algo sucio, con unas alpargatas rotas y una vieja camisa verde – desabrochada- de cuando Mao hizo la comunión. Un infame y viejo sombrero de paja, comido de mierda cubre un rostro lleno de arrugas y curtida piel.
No se porqué me llama la atención este hombre, y le vengo siguiendo ya desde dos calles atrás, desde la calle de los puestos de comidas. Me gusta esta calle en particular y el ambiente que puedes encontrar siempre, al caer la noche, en general. Hace mucho que perdí la costumbre de pasear por los mercados de España, sobretodo desde que me fui a vivir al Sur, a Málaga.
Recuerdo ahora – el recuerdo es cosa curiosa, ¿verdad?- el mercado de la Boquería, en Barcelona, o el de Ronda, el que estaba junto al puente nuevo del Tajo y que ahora se ha convertido en un parador nacional con vistas extraordinarias. Un viejo mercado, lleno de olores, sensaciones y gentío, que solía visitar de la mano de mi abuela.
Y ahora, aquí, vuelvo a percibir esa amalgama de sensaciones, llenándome de colores, aromas entremezclados, cierto rumor de voces que pregonan, preguntan, tocan y regatean. ¡Huele a mercado!... ¡eso es!,… Ese olor inconfundible que huele a tiempo, a verdad y a vida.
Disfruto como un gorrino en un charco – y disculpen el aforismo- paseando cada tarde por estos lugares que, de alguna manera te acercan un poco más a la autenticidad de la vida. Observo, me paro a escuchar y a sentir. Dejo que todo me envuelva, me acoja en su existencia. Disfruto de la maravilla de un olor dulce de caña de azúcar que desafía los sentidos y me arrastra hacia gratos recuerdos de experiencias compartidas. Recuerdo también, lo mucho que le gustaba a Toñi, mi compañera, sentir ese olor dulce de la fruta madura, perdido en nuestra sociedad occidental entre tanto envase de plástico – que al final es lo que más compramos- y eso contando que los melocotones tengan olor y sabor alguno.
Y creo que esto es también cultura. Es una manera de conocer el país, sus costumbres, sus gentes. Y no me refiero al tipo de cultura que algunos incalificables intelectuales y modernos de nuestro país denominan “la cultura gastronómica, la cultura del fútbol, de los toros”, y pavadas similares.
Y sigo caminando detrás del mendigo que, al pasar ante los puestos de los pequeños “restaurantes” saluda a los vendedores. Observándolo arrastrar los pies, deduzco que debe ser habitual de un sitio así. Creo que de alguna manera él es parte del “decorado” tradicional de este lugar, y que debe buscarse la vida pidiendo limosna, recogiendo botellas de plástico – aquí también reciclan- o haciendo pequeños recados.
Pues este hombre, de extraña y perdida sonrisa, saluda a todos con un aire como de estar un poco ido. Algunos le devuelven el saludo. Otros, simplemente lo miran de pasada, fijando su mirada en mí, que debo ser el realmente extraño en el lugar.
Llega a un pequeño puesto donde entre otras especialidades culinarias, sirven tallarines fritos. El mendigo va a pasar de largo, cuando lo llama a voces la mujer que atiende el puesto de comida. El hombre se vuelve y se acerca despacio a la mujer, que es grandota, de cierta edad y con delantal sucio. Y esa mujer coge un envase y lo llena de tallarines hasta arriba, mete dos palillos y se lo da al mendigo, sin mediar palabra alguna. Entonces el mendigo, sonríe con su boca desdentada, asiente muchas veces con la cabeza y hace ademán de besar la comida. Y se marcha con una sonrisa de oreja a oreja…
Yo me quedo mirando la mujer que, sin darle importancia, vuelve a lo suyo, a vociferar la excelencia de su comida, mientras apila ordenadamente otro montoncito de extrañas verduras pinchadas en unos palitos. Me quedo algo asombrado con la escena. La mujer no puede imaginarlo, claro. Pero me ha devuelto al pasado, cuando acompañé a mi abuela al mercado de Ronda -la Plaza, la llamaban entonces- a hacer la compra, y observé como una pescadera entregó un gran pescado a un pobre desharrapado que allí barría los restos de verduras y ayudaba a cargar las cestas para ganarse la vida con alguna propinilla – dos o tres pesetas, entonces-….
Al niño que yo era entonces, aquél gesto le pareció el colmo de la compasión,- aunque entonces no tenía ni idea de lo que significaba esa palabra – y así lo recordé siempre. Yo, de mayor, quería ser como aquella mujer del mercado.
Y hoy, vuelvo a ver repetido ese mismo gesto aquí… un gesto que, pese a lo retorcido que está el panorama mundial, lo reconcilia uno con la especie humana, o con algunos ejemplares de nuestra “civilizada” especie, capaz todavía de actuar bajo el impulso de la compasión, sin esperar aplausos, ni bendiciones apostólicas ni nada a cambio. Sólo porque sí…
Total, que sigo frente a esta mujer, que me mira medio extrañada, medio curiosa, observando suspicaz mi sonrisa. ¿Qué demonios querrá este extraño extranjero?... debe pensar la buena mujer, mientras me ofrece sentarme en una vieja banqueta junto a una de las dos mesas de que consta su peculiar “restaurante”… No sabe que, de lo que tengo ganas realmente, es de acercarme, abrazarla y darle un beso… Pero me contengo; mejor no. Acepto encantado su ofrecimiento de sentarme a su mesa, que se apresura a limpiar – es un decir- con prontitud y un brillo especial en sus ojos. Y me sirve un enorme y humeante plato de tallarines con verduras, preparados en un periquete ante mis ojos. ¡Imposible que me coma todo esto! Pero disfruto como un enano, saboreando la excelente comida, de una sencillez absoluta, pero de exquisito aroma, ante la evidente satisfacción de la mujer, que me mira y sonríe abiertamente. Debo de haberme convertido, sin proponérmelo, en una atracción para su pequeño puesto.
Ríete tu de los platos de diseño que ahora se han puesto tan de moda en nuestro país. La nueva cocina la llaman… ¡Vaya sociedad de gilipollas! Esto sí que es un rincón gastronómico, y además, cocinado con verdadera pasión y amor. Y si no, que se lo pregunten al mendigo!...
Dengfeng, China
Junio 2006
Comentarios
Estas cosas las hacen grandes también la gente que te acompaña, por eso yo me siento afortunado de haber podido compartirlo con muchos de vosotros.