Guerra perdida...
Que los tiempos están cambiando, no es ninguna
novedad. Que lo hacen a cada segundo, tampoco. Pero hay algo que sí que está
cambiando, y es nuestra percepción del mismo. Al menos la mía. Y no solo eso
está cambiando a un ritmo vertiginoso, sino que nuestra respuesta, tanto
emocional como física lo hace también. Y eso, teniendo en cuenta de que
nuestros pensamientos son los que conforman de una manera subliminal la
realidad en la que vivimos, pues creo que debería preocuparnos un poco. O
bastante…
Pero no, parece ser, a tenor de lo que observo día a
día, de que nuestras conciencias están tan aletargadas, que no reaccionamos
adecuadamente para conducirnos por un camino mejor. No. O eso, o es que aún
sabiéndolo, no hacemos nada y nos importa un carajo monumental. No sé si es más
de tontos, o inconscientes e ignorantes…
Eso sí, disponemos de una ingente cantidad de
información sobre todo, pero cada vez estoy más convencido de que escalamos en
una inmensa montaña de basura informativa, pensando que nos sirve de algo. Y la
verdad es que solo sirve para tener más información, pero poco más. Nos
atiborramos de noticias sobre cualquier tontería que en realidad ni nos afecta
ni nos interesa mucho. ¿No es eso el Facebook?... Entretiene, dicen algunos,
pero, ¿Sirve de algo ese entretenimiento vacío? ¿Nos aporta realmente algo que
pueda cambiar nuestras vidas y ser un poco más felices? ¿Entendemos mínimamente
el porqué gastamos tanto tiempo en esos espacios ilusorios? ¿Y nos llega a
preocupar realmente?
Damos por válidas nuevas formas de comunicación,
nuevas maneras de expresarse, donde todo vale, sin tener en cuenta las
consecuencias, que siempre las hay. Sin tener en cuenta de cómo eso puede
modificar nuestra percepción de la realidad hasta niveles insospechados.
Perdón, quise decir inconscientes.
Las emociones, verdaderos vehículos primarios de
nuestra comunicación en todos los sentidos, se ven relegadas en un escueto
plano secundario. Y a veces ni eso. Y entonces ocurren las percepciones de
comunicación erróneas, las malas interpretaciones de lo que vemos y oímos,
porque no hay una emoción a la que hacer frente, con la que interrelacionarse
de manera directa y clara. Nuestras propias respuestas emocionales se ven
condicionadas por la percepción –muchas veces errónea- de esa comunicación. Y
cuando no tenemos enfrente un interlocutor real, que reacciona emocionalmente
ante nosotros, no podemos saber si nuestras acepciones son realmente bien
entendidas.
Luego nos quejamos continuamente de que “algo” no va
bien en la sociedad, pero seguimos fomentando y manteniendo la fuente del
problema. No queremos verlo. O no sabemos, porque de todo habrá.
Observo, no sé si con más tristeza que rabia, como hay
personas, cada vez más jóvenes, que están literalmente (y patológicamente)
enganchados al móvil, a las llamadas nuevas tecnologías. Sin ser conscientes
del potencial peligro que tiene el mal uso de estas tecnologías, porque no
vamos a negar que al fin y al cabo son herramientas de comunicación.
Pero aún así, también observo como la inconsciencia,
alentada por esos medios e industrias, fomentan el uso indiscriminado de los
mismos. Hay que convertir las posibilidades de mal uso y sus consecuencias, en mínimas, hacerlas desaparecer por completo,
para que el consumo del producto no pueda verse afectado. Por eso hay que hacer
creer a la opinión pública que disponer de todas esas nuevas tecnologías, es lo
moderno, lo imprescindible. Que casi no existe la vida sin esas tecnologías. Esa
es la sutíl manipulación de las masas. Y es también esa la razón –o una de
ellas- por las que todo cambia tan rápidamente. Aun no nos hemos familiarizado
con un producto, cuando sale otro más avanzado al mercado. Y hala, a cambiarlo…
A mí personalmente, me parece una barbaridad y una
inconsciencia total el darle a un niño de apenas 10 años un teléfono móvil de
última generación. A un crío que apenas entiende lo que son las emociones ni
por supuesto como manejarlas. Creo, sin exagerar, que le estamos proporcionando
una peligrosa herramienta de auto-destrucción. Un medio en el que seguramente –es
solo apariencia- se desenvuelva como pez en el agua. Pero es un agua
envenenada, contaminada… Niños que manejan estas tecnologías como quien maneja
una simple calculadora, pero que luego no saben relacionarse sanamente con el
prójimo. Niños que no saben jugar. Niños que no han recibido educación
emocional alguna…
Hace unos días, charlando con un amigo mío, que
casualmente es Inspector Jefe de la Policía Nacional, especializado en temas de
ciber-acoso y violencia de género, me comentaba que los padres no deberían
proporcionales teléfonos móviles a menores de 12 años, bajo ninguna
circunstancia, y a los menores de 16, que no dispusieran de internet o whatsapp
en sus dispositivos, habida cuenta de los peligros reales que se están
comprobando, algunos de ellos ya tipificados como delitos. Las repercusiones
pueden ser muy serias y en ocasiones, por desgracia irreversibles.
Palabras como cyberbulling,
sexting o grooming, nos pueden sonar como raras, extranjeras, pero son hechos
que lamentablemente se están produciendo día a día en nuestras escuelas y
tienen como punto común el uso –o mal uso- de las nuevas tecnologías de
comunicación. El que un enorme porcentaje de menores dispongan de teléfonos
móviles con internet, es la base para
que estas peligrosas tendencias puedan proliferar sin freno alguno. La tontería
de que el niño necesita un teléfono móvil para estar localizado, para una
emergencia o, lo que me da la risa, para estudiar, queda evidente de que no es
cierto. Bastaría con que, si fuera necesario de verdad, tuviera un terminal
solo para llamar, sin internet. Es solo la excusa para justificar que se es
incapaz de gestionar esta “necesidad imperiosa” de tener un móvil. De estar
permanentemente enganchados al teléfono. Y da igual que se tenga solo 10 años.
Pero paradójicamente, los que parecen estar siempre
equivocados, o exageran, o son anticuados, son precisamente las personas –como
yo mismo- que alentamos de estos peligros potenciales, que la gente ‘dormida e
ignorante’ no quiere ver, a pesar de que las evidencias y hechos están ahí, a
la vista. Esta es mi ‘guerra particular’, por definirlo de alguna manera. Es mi
lucha constante contra algo que sé no podré vencer nunca, pero que mi ideología
y mi conciencia me empujan a enfrentar. Y no importa que me llamen de todo
menos bonito, como dice el refrán. Sé que tengo razón. No necesito costosos
estudios, ni eminentes científicos y psicólogos, ni jueces ni policías que lo
confirmen y me puedan dar la razón. Es simple y pura visión clara. Es simple
lógica conductual. Y contra eso solo cabe la demostración empírica de lo
contrario. Y eso, por ahora no ha sucedido, ni creo que suceda…
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