El espíritu guerrero
Son las 02.30
de la madrugada. El agradable frescor de la noche se hace sentir, aunque no
hace frío en absoluto. Sigo paseando y meditando mientras camino bajo este
hermoso manto oscuro lleno de estrellas. Un paisaje infinito que en el que me
pierdo con la mirada. Nuevamente doy gracias a la naturaleza de Buda por
permitirme disfrutar de estos momentos tan especiales e intensos. Algo tan
sencillo y enormemente gratificante, al alcance de todos, y no obstante tan
desaprovechado. Creo que observar las estrellas, así sin más, sin buscar nada,
es un regalo que nos puede reconectar con nuestra esencia, con lo infinito del
universo. Y yo he descubierto ese don de saber apreciarlo y disfrutar con ello…
Si además,
tienes la suerte, el privilegio o el acierto de descubrirlo en compañía, es aun
más gratificante. En esos momentos, no hace falta el lenguaje de las palabras,
ni de los gestos… solo el silencio, despertar la conciencia y, mágicamente
aparece una comunicación que va más allá de los sentidos. En esta ocasión, no
era así, pero como tantas otras veces, me hubiese gustado poder compartirlo con
todo ser sensible y despierto…
El patio del
recinto está en absoluto silencio; Solo se oye el canto de los grillos y el
suave siseo de la brisa acariciando los pinos. En otros momentos, estando en
silencio, uno acaba oyendo el ruido de nuestra propia mente, de nuestros
pensamientos erráticos. Pero a poco que te dejes llevar, ese ruido interior
desaparece y escuchamos de verdad, sin clasificar nada, solo disfrutando de
ello. Así, el croar de las ranas o el chirrido de los grillos, es solo una
sinfonía de la naturaleza, que hace más hermoso el silencio. ¿Qué mejor música
para el alma dolorida y ajetreada que esa?...
Dejo vagar mi
mente hasta el momento en que, dos días antes, iniciamos este peculiar
seminario, que tratamos de celebrar todos los años. En esta ocasión, el curso
lo organizamos en el Fuerte de Nagüeles, un sitio realmente precioso y
acondicionado para este tipo de actividades. El lugar estaba rodeado de un
frondoso bosque de pinos, a las afueras de la ciudad, justo a la falda de la
montaña de la Concha, una montaña que, por su orografía, me recordaba un poco
al monte Songshan de Shaolin. El aislamiento era perfecto, pues solo estábamos
nosotros y el personal del fuerte. La instalación era tipo fuerte apache, con
sus dormitorios, sus torres, patios y demás dependencias. Estaba todo muy bien
acondicionado, aunque sin caer en lujos innecesarios. En cierta manera me
recordaba la austeridad de las instalaciones donde habitan los monjes, en
Shaolin.
Recordaba los
rostros de los participantes, una treintena, cuando llegaron al lugar el Jueves
por la mañana. En sus caras se dibujaba el entusiasmo por la expectación del
evento que iban a poder vivir. Para la mayoría, era su primera vez en un curso
de estas características. Algunos ni siquiera practicaron nunca Shaolinquan y
no tenían ni idea de lo que les esperaba, a pesar de que todos disponían de un
programa bastante detallado del seminario. Legaron cargados con sus mochilas,
dispuestos a afrontar esta experiencia con cierta euforia contenida. Enseguida
se presentaron unos a otros, pues venían de distintas escuelas y ciudades.
Algunos me observaban con cierto respeto que marca la distancia, pues o bien
apenas me conocían o me habían visto en persona en pocas ocasiones. Traté de
inmediato de romper esas distancias para que no me vieran como alguien
inaccesible o me subieran a un ilusorio pedestal.
Para mi era
una alegría verles, poder observarles y sentir como en los próximos días iba a
tratar de sacar lo mejor de ellos, forjar su espíritu y hacerles cambiar y
crecer. Todos, de alguna manera, eran como lienzos en blanco, donde debía
intentar dibujar la esencia del Shaolin. Independientemente de sus
conocimientos, grados o edad, todos eran lo mismo para mí, aunque mantuvieran
su propia personalidad. Ya me sentía enormemente agradecido por que estuvieran
ahí. Sabía del esfuerzo en muchos sentidos que había supuesto la inscripción en
el Seminario. Sobretodo ver a chavales, críos, de apenas 12 años entusiasmados
y muy nerviosos, que iban a estar alejados de sus padres durante esos días. Era
una auténtica aventura para ellos. Las edades de los participantes oscilaban
entre los 12 y 45 años…
Tras las
breves presentaciones, todos fueron instalados en sus respectivas habitaciones
en grupos de seis. Las chicas disponían su propia habitación. Una vez echado el
primer vistazo a las diversas instalaciones (duchas, comedor, sala de
meditación, sala de recreo, piscina, patio y zona deportiva), todos comenzaron
a cambiarse. Ya podían intuir el duro trabajo que les esperaba en estos días.
La explicación
somera de las normas fue el inicio de todo el Seminario, donde se les indicaba
las pautas a seguir respecto a la vestimenta, el comportamiento, los horarios,
las comidas, etc. En todo momento debían vestir ropa adecuada al evento;
Guardar en lo posible silencio, evitar el uso de palabras y lenguaje malsonante,
la prohibición de beber alcohol o usar dispositivos electrónicos. De
explicarles esto, se encargaron los dos instructores del curso, que se lo
tomaron muy en serio. Esto ya creaba el especial ambiente del Seminario,
envuelto por normas estrictas de disciplina, de enseñanza de los valores
intrínsecos del Wu De. Como último término, el objetivo era emular el ambiente
que se respiraba en un templo –salvando las distancias de los medios- y
sumergirnos en esa paz generada.
Una tensa
calma se respiraba en el lugar a la hora de tocar la campana para la primera
sesión de entrenamiento, que duraría unas dos horas y media. Todos esperaban
con cierta curiosidad como sería esta experiencia que, a la postre y una vez
terminado el Seminario, nunca olvidarían.
Una brevísima
charla de introducción sirvió para dar comienzo al entrenamiento…
Comenzamos con
una breve meditación sentados, preceptiva en nuestras escuelas, a lo que le
siguió la primera serie del Yiyinjing, para estirar un poco los
meridianos y prepararnos para lo que había de llegar después, el duro trabajo
de base característico de Shaolin, el Jibengong. Esto, según me repetía
muchas veces mi maestro Shi Yan Ao, constituía el fundamento de todo estilo
tradicional. La base no era el aprendizaje de las formas, sino la repetición
hasta la extenuación de las técnicas y movimientos de base. Ese era el
verdadero entrenamiento de progreso del estilo.
Todos
arrancaron con mucha fuerza y energía, repitiendo con entusiasmo cada grupo de
movimientos, cada encadenamiento. Tuve que bajar un poco el ritmo porque, si
bien en Shaolin era así e incluso más intenso, nosotros no éramos ni chinos ni
monjes, y acabaríamos pagando caro ese sobreesfuerzo inicial, empujado por las
emociones. Por un lado eso era bueno, porque despertaba la energía colectiva,
de la que se contagiaron unos a otros, pero acabarían reventados, y aún había
mucho curso por delante en los días siguientes.
Finalmente,
cuando la campana señaló el fin de la sesión de la mañana, todos de pronto
respiraron aliviados. Tras el saludo de fin de clase, todos se dispersaron
hacia las duchas y dormitorios, para refrescarse y asearse un poco antes de
acudir al comedor para el almuerzo.
En uno de los
seminarios, conseguimos comida tradicional china, pero los costes se dispararon
y eso hizo que se replanteara este tema de la comida. Al final optamos por lo
simple y factible; La comida habitual en estos sitios, aunque por
recomendaciones personales, a la dirección se les pidió que evitaran en lo
posible un exceso de carnes y fritos, a favor de las verduras y comidas más
saludables.
Al poco rato
todos estaban sentados en el comedor, compartiendo la comida, entre animadas
charlas y comentarios, todo muy cargado de buen humor. Hubo detalles que tuve
que llamar la atención y explicar la conducta en la mesa respecto a la comida.
Esto me llevó a recordar mi estancia en el monasterio, cuando acudía al Caitang
(comedor) y disfrutaba de esa experiencia de comer con los monjes. Mientras
comíamos no se hablaba ni se hacía ruido. No se podía dejar nada en el cuenco y
por supuesto, el sitio donde se comía debía de quedar limpio. Al mismo tiempo,
un monje recitaba sutras delante de un pequeño atril. La primera vez que acudía
allí, mi amigo Liu Chen me dio todas las explicaciones necesarias. Menos mal,
porque de lo contrario, un hubiera sabido cómo actuar en esas circunstancias.
No tuve el menor problema en asimilar las reglas en ese sitio, pues para mí,
son las mismas –con algunas excepciones- que sigo habitualmente a la hora de
comer. Agradecimiento a la comida, a los antecesores y Budas y a todo ser
viviente. Siempre se dejaba caer unos granos de arroz –que siempre estaba
presente en el menú, exclusivamente vegetariano- en un cuenco colocado para tal
efecto, como símbolo de ofrenda a los seres sintientes y que sufrían. Fue una
experiencia fascinante y muy gratificante. No era habitual que a algún
extranjero se le permitiera la entrada allí. Cortesía, licencia y recomendación
de mi Maestro espiritual, el venerable Abad
Shi Yong Xin.
Durante el Seminario,
se vieron algunos de los nefastos hábitos alimentarios que muchos jóvenes
tenían; comían poca verdura y fruta. Aunque se intentó hacerles entender lo
necesario de estos alimentos, a algunos
les costaba tragarlo. Pero otros muchos, motivados por el colectivo, empezaron
a cogerle gusto a esto de comerse la verdura. Esperaba que trasladaran alguno
de esos nuevos descubrimientos a sus hábitos alimentarios cotidianos cuando
salieran de aquí.
Cada comida,
aun dentro del buen ambiente y humor, se convirtió en una lección sobre algún
aspecto importante de la enseñanza. Creo que muchos comprendieron de verdad que
TODO es Kung-fu en la vida cotidiana; cada gesto, cada acción, incluso cada
pensamiento. Y la comida no iba a ser menos. Siempre, antes de comenzar a
comer, se hacía simbólicamente y en silencio, la liturgia de agradecimiento a
los alimentos. Y se respetaba el hecho de que nadie se levantaba de la mesa si
había un solo compañero que no había acabado aún.
Tras el
merecido almuerzo hubo un tiempo de descanso, que muchos aprovecharon para
tumbarse en sus literas, o refrescarse en la piscina, ir a ver los animales de
la pequeña granja, o bien acercarse a la sala de meditación, donde teníamos una
extensa exposición de libros y fotografías de China y Shaolin. Todos andaban un
poco dispersos en pequeños grupitos por todo el recinto. Por la megafonía del
recinto, se escuchaba de fondo la melodía del Bin Min Tan, que tantas
veces había escuchado entre los muros de Shaolin. Eso confería al lugar una
extraña paz.
A las seis de
la tarde se reiniciaba el entrenamiento, siguiendo escrupulosamente el horario
previsto en el programa. Quince minutos antes, la campana llamaba a todos a
prepararse. Eso hizo que de pronto muchos comenzaran ya a sentir las primeras
agujetas del entrenamiento matutino. Algunos se percataron que echarse a dormir
una siesta en esas condiciones, no hacía más que acentuar la sensación de
cansancio al haber relajado el cuerpo por completo, mientras que los que
mantuvieron una actividad mínima, estaban más frescos.
La sesión de
la tarde se enfocaba al estudio inicial de una nueva forma, concretamente de Qi
Xing Quan (puño de 7 estrellas), una forma muy característica de Shaolin, de movimientos
simples pero potentes y muy dinámicos. Primero se trabajaron los
desplazamientos típicos de esta peculiar forma, a lo que se le añadió
posteriormente el trabajo del tren superior. Este método de enseñanza consiguió
que casi todos aprendieran la primera parte de la forma muy rápido, sin
acumular errores e incidiendo en los detalles técnicos. Incluso aquellos que no
practicaban nuestro estilo, lo captaron bastante rápido, aunque había que
trabajar mucho el tema de las posiciones, a las que no estaban acostumbrados.
Quizás si las conocieran, pero no estaban habituados a trabajar en la especial
dinámica del Shaolinquan.
Se sucedían
las interminables repeticiones, una tras otra, intercaladas con explicaciones
sobre los detalles, el uso de la respiración y la especial dinámica de la
forma, tampoco quería saturar las mentes de los asistentes con demasiada
información, que no podía ser asumida toda con esa celeridad, si bien es cierto
que, en estos seminarios, la concentración era mucho más acentuada y efectiva
que en el ciclo de las clases normales de la escuela.
No había
descanso posible, salvo los diez minutos entre cada hora para hidratarse y
estirar un poco. El ritmo era frenético, muy duro, trabajando incluso la
expresión emocional y marcial de la forma. Cuando se entrena, se entrena de
verdad; Cada segundo cuenta. No hay otra opción. Esto es Shaolin tradicional.
Mente y cuerpo trabajando sin distracciones, sin descanso. Y ese hecho trataba
de recalcarlo una y otra vez, para que quedara grabado en el subconsciente de
todos.
Dos horas y
media más tarde, todos agradecieron visiblemente el sonido de la campana que
señalaba en fin del entrenamiento. Todos empapados en sudor. Pero nadie parecía
estar desanimado, a pesar del notable esfuerzo realizado.
Tras la cena,
nos reunimos en la sala de actividades y pusimos una vieja película de Jet Li,
titulada “Artes marciales de Shaolin”, un clásico que muchos no habían visto ni
sabían que existía. Algunos, los más pequeños acabaron rindiéndose al cansancio
y se durmieron durante la proyección de la película.
Pero la noche
no había acabado; Antes de irnos a dormir, estuvimos trabajando algunos mantras
(Nian
Fu Gong) clásicos, algo que era una completa novedad para muchos de los
asistentes. Apenas unos pocos se atrevieron a repetirlos en voz alta. Eso me
recordó nuevamente a mi estancia en Shaolin, cuando me invitaron una tarde a
participar en la ceremonia de recitación de los sutras de la tarde. Me
sentía muy cortado, pues en aquellos tiempos no conocía apenas nada de ese tema
y mucho menos era capaz de recitarlos, así que traté de murmurar en lo posible
en voz baja lo que iba escuchando. Afortunadamente pude comprobar que los
monjes, tras la curiosidad inicial de verme allí, pasaron de mi y se dedicaron
a la concentración de la liturgia. ¡Ufff… menos mal!...
Finalizamos la
jornada con una breve sesión de quince minutos de meditación, algo que resultó
bastante duro tratando de no sucumbir al sueño y el cansancio del día. En la
sala flotaba una tenue bruma del humo del incienso del pequeño altar, algunas
velas como única iluminación y la música de fondo te transportaba a lugares
lejanos, llenos de misticismo y espiritualidad. Era algo que, ayudado por los
medios y el ambiente, te desvelaba algo que todos llevábamos dentro, que era
esa reconexión con nosotros mismos, con nuestra esencia más íntima y profunda.
Fue sorprendente constatar cómo, hasta los más peques acabaron el tercer día
cantando los mantras a viva voz y con verdadera entrega. Incluso pude ver a
alguno de ellos, sentado delante del Buda del altar, en actitud meditativa, y
eso en su rato de descanso. Sin duda, el asilamiento de todo lo externo, de sus
vidas cotidianas, lograba centrar sus mentes. Y eso se reflejaba en sus rostros
en todo momento.
Mientras todos
esos recuerdos cercanos en el tiempo revoloteaban por mi mente, seguía
caminando tranquilamente por el patio del recinto. Me sentía con la conciencia
plena, despierta a todos los sentidos, tanto físicos como a aquellos que solo podemos percibir con todo
nuestro ser y que resultan difíciles por no decir imposibles de describir. Cada
sonido que provenía de la naturaleza que me rodeaba, formaba parte de mi, o yo
de ellos. Era una sensación profunda de paz y serenidad, que por momentos me
trasladaba a los paseos al atardecer en la montaña Songshan, o por las calles
de Dengfeng, que al fin y al cabo, esa serenidad la llevas dentro y poco
importa, o en cualquier caso muy poco, todo lo que te rodeara en esos momentos.
Esa sensación de ser feliz, con la simplicidad de la mirada, del no necesitar
apenas nada para serlo, la había descubierto hace unos años atrás y, en
ocasiones así, salía a la superficie y me envolvía con su manto invisible. Una
extraña sensación de serenidad que todos los que me rodeaban, podían también
percibir y que, según comentarios, era contagiosa. Y lo mejor de todo era poder
compartirlo, hacer feliz en lo posible a los demás, o como mínimo, mostrarles
caminos que condujeran a un cese del sufrimiento.
Esta percepción
de la realidad que me rodeaba y de la que yo en gran parte era el causante,
contrastaba con los pensamientos y reflexiones que también pasaron por mi mente
acerca de las personas que sufrían. Recordé en esos momentos también a Taleib
Ahmed, un alumno sirio y a una chica palestina, cuyos países están en inmersos
en una cruel guerra, desigual e injusta donde las haya. Pero, ¿Acaso hay
guerras justas?... Con lo relativamente fácil que era buscar la paz, partiendo
desde cada uno de nosotros, el ser humano lleva sus propios conflictos internos
a la realidad cotidiana. Y crea el horror y perpetúa conflictos por miedos,
intereses ocultos y tensiones no resueltas.
Era el
Yin-Yang de la vida… Costaba mucho aceptarlo y no dejarse llevar por los
sentimientos de rabia por tanta injusticia, tanto dolor y sufrimiento de tantas
vidas inocentes. Trataba en esos momentos de transformar esa energía de la
rabia en compasión; usarla en esa forma positiva. De lo contrario se
transformaba en resentimiento y generaba rechazo hacia ciertas ideologías
represoras. Se convertía en intolerancia hacia los intolerantes, y eso no era
un buen camino espiritual para recorrer. No llevaba a ninguna parte… salvo a
incrementar el mal Karma que arrastramos. Esto incluso sucede a nivel de
colectivos, de naciones, como es el caso de Israel. Una verdadera lástima.
El Sábado por
la mañana, muy temprano, el grave sonido de la campana anunciaba el nuevo día.
El sol apenas estaba despuntando cuando todo el grupo se encontraba corriendo
por los senderos del cercano bosquecillo. Para muchos supuso un gran esfuerzo
levantarse esa mañana, con el cuerpo dolorido por las agujetas del día
anterior. La práctica de Qi-gong después de la carrera relajó la musculatura y
preparó el organismo para el resto del día, que iba a ser bastante duro, con
unas siete horas de entrenamiento. Pero eso iba a ser ya después del desayuno,
del que todos dieron buena cuenta, con un excelente humor y muchos ánimos de
seguir.
Se afrontó el
aprendizaje de las dos siguientes secciones de la forma con mucho interés por
parte de todos. Los conceptos explicados el día anterior sirvieron para
progresar más rápidamente, aunque esto no supuso un recorte en el tiempo de
entrenamiento dedicado a la forma. También comenzamos el entrenamiento de las
armas, con palo, sable y el Pudao para los más avanzados.
Por la tarde,
el entrenamiento fue más intenso si cabe, con ejercicios especiales de
potenciación de piernas y brazos, mezclados con el trabajo de la flexibilidad y
elasticidad. Algunos ejercicios resultaron especialmente duros, como el salto
de la rana o el subir y bajar escaleras a gatas. La idea del programa del
seminario, preparado y estudiado minuciosamente durante algunos meses y basado
en experiencias anteriores, buscaba acercar al estudiante al tipo de enseñanza
que se impartía en la actualidad en el templo. La metodología era la misma,
salvo en las horas de entrenamiento que allí, eran siempre de 6 a 8 diarias.
Como objetivo de fondo estaba la idea de fortalecer el espíritu (Jing
Shen) del practicante, de hacerle sentir sus límites y empujarle a
superarlos. Fortalecerse internamente era el concepto y para ello había métodos
muy específicos. No solo había que entrenar lo físico, lo exterior, sino que el
verdadero trabajo estaba oculto en lo más hondo de cada uno de los asistentes.
Y había varios
conceptos que iban mucho más allá de las meras palabras, más allá de su sentido
semántico, y eso era la intención (Xiang Fa), la motivación (Yin
Qi) y la actitud (Tai
Du). Tres aspectos de una misma cosa que determinaban de que madera
estabas hecho. Eso iba a ser determinante para superar lo que relato a
continuación…
Esa noche,
llegó una sorpresa para todos, una prueba que nadie se esperaba; a las 02:30 de
la madrugada, cuando ya estaban todos inmersos en un profundo sueño, los
instructores entraron en las habitaciones con un gong en la mano y despertaron
a todos con un ruido infernal. Eso debió parecerles a todos cuando se
encontraron de pronto con alguien que, sin encender las luces, te gritaba que
te levantaras de inmediato y salieras al patio…
Allí, una vez
formados en filas, sin entender nada, comenzaron a realizar ejercicios físicos
con alta intensidad, tipo flexiones de brazos, sentadillas, abdominales, etc.,
todo sin dar un respiro y sin explicación del porqué de esto. Luego carreras y
más saltos y flexiones. Así durante unos 20 minutos. Algunos se paraban y
decían que iban a vomitar, pero de inmediato se les instaba a volver a moverse.
Finalmente, todos otra vez en filas, sudando y temblando algunos, se vieron
sorprendidos por un chorro de agua fría que los caló hasta los huesos. Nadie entendía
el porqué…
Esta era en
realidad la “prueba del guerrero”, que todos querían realizar, pero que nadie
sabía en qué consistía. Esta manera de actuar, muy cercano a la disciplina
militar, algo que en realidad no me agrada mucho, era en verdad un estímulo
enorme a nivel psicológico, que pretendía –y se consiguió- que los asistentes
dejaran de pensar y solo actuaran, sintieran. Había que empujarles al límite de
la resistencia. Solo así fueron capaces de superar sus limitaciones
auto-impuestas. Sacar fuera el espíritu que todos llevaban dentro pero que no
eran capaces de mostrar. Ese espíritu que te empuja en situaciones extremas a
realizar grandes esfuerzos y superar obstáculos impensables, cuando a veces
piensas –no puedo más- y entonces te das cuenta de que sí puedes. Ese espíritu
del que hablan muchas veces los maestros y los practicantes de artes marciales
en general, pero que casi siempre se queda en meras palabras.
Solo los más
fuertes de espíritu eran capaces de aguantar situaciones así. Y no importaba lo
fuerte que estuvieras a nivel físico; Si tu mente era débil, sucumbías ante la
adversidad del problema a superar. Pero era importante recalcar que, en
situaciones así, los más fuertes tenían la obligación de ayudar a los más
débiles a superar el obstáculo. Todos formaban un equipo, una familia, una
sociedad, que era en definitiva lo que se iban a encontrar en lo cotidiano de
sus vidas. El individualismo no era una opción positiva en nuestra sociedad,
por mucho que te vendieran esa idea. Y la vida no era siempre color de rosa, ni
era una vida de “fresitas”, ni que el dinero lo podía resolver todo, por mucho
que tuvieras…
Después de la
pequeña charla que les di respecto al sentido de lo que les acababa de ocurrir
a todos, se marcharon muy satisfechos a sus respectivos lechos. En apenas 5
minutos el silencio se apoderó otra vez del lugar. Yo me quedé a realizar mi
habitual meditación caminando (Bu Xing Kao Lu), reflexionando sobre
las diversas reacciones de los participantes. No podía olvidar las caras de
asombro e incredulidad de algunos. Esas reflexiones me llevaron a recordar lo
que para mí, supuso mi prueba del guerrero personal. Una aventura no exenta de
peligro y muy profundamente espiritual, que me hizo cambiar muchas cosas en mi
percepción de la vida. Estuve cuatro días y tres noches en medio de una sierra
agreste, sin medios de subsistencia ni ayuda alguna. Cuando bajé de la montaña,
era otra persona. Pero esa es otra historia…
Pocos sabían
el origen de la idea del Seminario, que nació casi 25 años atrás, cuando un
grupo de 12 estudiantes decidieron hacer un entrenamiento exhaustivo para ver
hasta donde se podía resistir sin parar. Así, un viernes comenzamos a las 9 de
la noche y acabamos literalmente deshechos a las 5 de la madrugada, tras miles
de repeticiones de técnicas de pierna, de brazos, de combinaciones y de saltos.
Y solo descansábamos diez minutos entre cada hora. Una verdadera bestialidad,
pero un verdadero logro en la superación personal de cada uno de los que estuvimos
allí esa memorable noche. Eso dio pie a que estudiara la manera de hacer algo
así, pero durante un fin de semana, y repetirlo una vez al año. Así nació el
Seminario Nacional Shaolin. Sería una dura prueba más de las que antaño
realizábamos en la escuela para demostrarnos a nosotros mismos el nivel de
aguante que teníamos. Otras pruebas que realizábamos fueron las 4 horas de
combate ininterrumpido, subir a Ronda andando de noche (47 km) o la escalada de
una montaña. Todo eran entrenamientos especiales solo aptos para los más duros.
Algunos eran verdaderos Guerreros, como Francisco Ramírez, Jose Mª Seminario, Jesús Vázquez o
Francis Gil…
Esa era la
idea de este Seminario, el recuperar ese sentido del entrenamiento, esa dureza,
la disciplina marcial y la superación personal.
Los cuatro
días pasaron muy rápido, demasiado para mi gusto –y para el de la mayoría de
asistentes- pues cuando fuimos a despedirnos, algunos se abrazaron y hasta
lloraron de emoción. ¡Y eso que se verían al día siguiente en las clases
habituales en la escuela! Para todos fue sin duda una experiencia gratificante
que nunca olvidaran. Una experiencia que les cambió algo por dentro, que les
hizo ver la verdadera dimensión y la fuerza de sus corazones y de sus mentes
cuando trabajaban al unísono.
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