Maestros...
No era
extraño que los extranjeros que llegaban aquí para aprender, fueran observados
con cierta sorna y desde la distancia de la curiosidad innata de los jóvenes
monjes. Y si los Laowai decían que ya conocían el Kung-fu chino, el escarnio
que podían sufrir, era considerable. Algunos casi te miraban con desprecio y
con una sonrisa socarrona en sus rostros, cuando ejecutabas tus movimientos o
formas, lo mejor que sabías y podías hacer.
- “¿Cuánto tiempo llevas practicando Kung-fu en
tu país?”, solían preguntar algunos, los más atrevidos.
- “Unos
tres años, más o menos”, respondías por ejemplo, con lo que su sorpresa
aumentaba con creces. – “pues parece que lleves solo tres semanas”-, era una
respuesta típica, lo que te dejaba por los suelos. Sin duda, esto significaba
un fuerte varapalo para muchos orgullos hinchados de los occidentales.
Seguramente, estos comentarios no los reflejarían en sus ‘crónicas de viaje’,
de regreso a sus respectivos países, donde posiblemente tendrían el estatus de
Gran Maestro, mientras que aquí no pasaban, en la mayoría de los casos, de ser
objeto de cierta mofa.
Al
finalizar el primer día de entrenamiento – que no era ni mucho menos la primera
vez que entrenaba aquí – me sentía hasta cierto punto eufórico; Había
sobrevivido sin muchos problemas. El maestro me había hecho repasar las formas
que ya conocía y luego todo fueron ejercicios de piernas, de equilibrio, de
velocidad y de desarrollo técnico. Podía lanzar las piernas a una considerable
altura, pero sin llegar ni de lejos a la velocidad ni altura que Liu
Chen, mi instructor y ayudante del maestro Shi Yan Ao cuando éste no
estaba. Solo mi antigua lesión de rodilla me impedía desarrollar todo el
potencial en mis movimientos. Y había aprendido a no frustrarme por no poder
hacer ya las cosas como ellos (cosa que ilusoriamente ni siquiera antes, en mis
tiempos de juventud hubiera podido hacer). Así que estaba medianamente satisfecho
con mi trabajo. Me fui esa noche a la cama pensando en el entrenamiento del día
siguiente.
Pero al
día siguiente, al despertarme pensé que mis piernas habían dejado de existir,
de pertenecerme a mí, a mi voluntad de moverlas, si no hubiera sido por el
tremendo dolor que tenía en ellas. En las piernas y en el resto del cuerpo. Me
costó horrores incorporarme en la cama, hasta el punto que tuve que ayudarme
con las manos para sacar las dos piernas del lecho. Hacía mucho, pero mucho
tiempo que no me sentía así, con tantas agujetas. Cada gesto, cada mínimo
movimiento corporal suponía un verdadero esfuerzo, tanto físico como mental
para realizarlo.
Y la
mente comenzaba a luchar contra sí misma, intentando buscar un atisbo de
voluntad férrea para no abandonar en ese mismo momento y salir corriendo en el
primer autobús que saliera hacia Dengfeng… (lo de correr era un eufemismo, un supuesto,
claro). El maestro Yan Ao me decía riendo que, las agujetas duran solo los
primeros 15 años; luego aprendes a sobrellevarlas…
Poco a
poco y a duras penas me fui recomponiendo y me encaminé hacia el monasterio.
Ese día, el recorrido se me hizo larguísimo y penoso, donde mi mente tuvo
tiempo para construir montones de pretextos para largarme de allí. Un incesante
diálogo interior enfrentaba dos partes de mí; una que me preguntaba qué
demonios estaba haciendo yo allí, sufriendo, pasándolo mal, comiendo regular y,
sobretodo, ¿para qué? ¿Qué esperaba conseguir a esta altura de mi vida?... La
otra parte, respondía que no era cierto, que estaba aprendiendo y que ese
aprendizaje incluía indefectiblemente poner a prueba mi capacidad de
sufrimiento. Argumentaba que era un perfecto método para fortalecer mi espíritu
y mente. Sí era de alguna manera verdad que tenía ciertas dudas del porqué
estaba allí, de lo que eso significaba en mi vida. Pero no era el momento de
analizarlas; no en ese momento, donde el ego y orgullo se hacían fuertes a cada
punzada de dolor que cada paso me proporcionaba.
La
caminata hacia el monasterio, me sirvió para calentar la musculatura y aliviar
un tanto los dolores, reduciéndolos a molestias soportables. Aún así, subir la
ligera cuesta hacia la residencia de los monjes dejaba notar la enorme
sobrecarga muscular que tenía en ambas piernas.
Entré en
el pasillo interior del vetusto edificio de piedra gris, apenas alumbrado por
una amarillenta bombilla colgada del techo y me dirigí a la habitación del
maestro. Llamé a su puerta y me abrió el monje Shi Yong Zhi, el
compañero de habitación de mi maestro y uno de los más conocidos maestros
actuales del monasterio, que amablemente me invitó a pasar. Yan Ao no estaba en
ese momento, así que le dije que lo esperaría fuera. Pero Yan Zhi insistió en
que pasara y me sentara a tomar un té que estaba preparando en ese momento. Es
difícil y descortés para los chinos el rechazarles una invitación, así que me
senté en un pequeño taburete mientras observaba como preparaba minuciosamente
el té. Mientras lo hacía, me dediqué a observar con detalle la estancia donde
me encontraba y que era la residencia habitual de estos dos maestros. Las
dimensiones del habitáculo no superaban los nueve metros cuadrados, con una
pequeña ventana en una de las paredes que daba al exterior. Dos camas – por
llamarlas de alguna manera, porque consistían en una tabla con una fina estera
encima – a ambos lados, una vieja mesa con multitud de libros, cajitas,
pinceles, papeles, fotos y otros objetos, a un lado. El la otra esquina, un
pequeño altar con inciensos, varias figuras de Buda y de Guanyin y velas, con
un desvencijado cojín de meditación delante, en el suelo. Y junto a la entrada
de la habitación, una puerta que daba al baño – un lujo que antaño no existía-
que no era otra cosa que un agujero en el suelo y un viejo lavabo de hojalata. Y
por supuesto, ni atisbo de tener agua caliente. Aquí era donde estos dos
maestros vivían.
Absorto
en mis observaciones, no presté atención a la pregunta que me estaba haciendo el
maestro Yong Zhi. Le di las gracias por el humeante cuenco de té –llamado en
chino “cha zhong bei”- y me centré en saborearlo, mientras el maestro me
observaba detenidamente. Le dí unos sorbos y coloqué el pequeño cuenco sobre la
mesita, con los gestos propios de la ceremonia del té que conocía y que aprendí
algunos años atrás de una hermosa chica en la montaña de Wudang. El maestro,
que no dejaba de observarme, comenzó a reírse y a decirme que era un buen
laowei, que conocía las tradiciones chinas.
Mi “Guanxi y mi yaoming”, mi prestigio personal había subido varios puntos. Eso
era importante. No hay nada que entusiasme más a un chino que un extranjero que
muestre conocimientos sobre su cultura. Supe en ese momento que me había ganado
la confianza de este hombre, que casi siempre estaba sonriendo, pero que era
algo parco en sus expresiones y relaciones con los demás. Le conocía ya antes
de venir aquí, pues le había visto en varias exhibiciones que el monasterio
había organizado para mandatarios extranjeros en visita a Shaolin. Su peculiar
barba y aspecto rechoncho no pasaban desapercibidos, y su nivel de Kung-fu
tradicional era sorprendente. Con mi escueto y limitado conocimiento del idioma
chino, logré mantener una conversación bastante fluida con él, que duró una
media hora aproximadamente, antes de que decidiera salir al exterior en busca
de Yan Ao. Cuando me despedí y le dí efusivamente las gracias por la invitación,
Yong Zhi me dijo que si necesitaba algo, contara con él.
Poco a
poco, a lo largo de los años de visita al monasterio, desde la primera vez que
pisara este lugar, hacía ya más de doce años atrás, había ido conociendo a
muchos de los más relevantes maestros del monasterio. Casi todos, o más bien
todos, sin que yo realmente los buscara intencionadamente. Conozco a muchos
profesores extranjeros que llegaron a Shaolin buscando tal o cual maestro, con
mayor o menor suerte. En ocasiones, el poder entrenar con alguno de ellos era
cuestión de pasta, poco más. Y eso, las veces que lo he oído, ha sido
frustrante para el extranjero, pero claro, también es lo que en el fondo venían
a buscar aquí: el hacerse fotos con alguno de los maestros más conocidos. Lo
que aprendieran de ellos, era un poco menos relevante.
Algunos
de estos profesores extranjeros que acudieron a Shaolin, incluso fueron
rechazados por los maestros, dejándoles a cargo de alumnos y discípulos. Pero
luego, siempre en los reportajes en las revistas, curiosamente no se mencionaba
eso, sino que habían entrenado con tal maestro, con el que en realidad solo se
habían hecho las fotos. Varios de los maestros me corroboraban estas anécdotas,
que yo pude comprobar en varias ocasiones.
Recuerdo
mi primera visita al monasterio y a la antigua aldea que existía en este lugar,
cuando visitamos una vieja, ruinosa y destartalada escuela de Kung-fu – la
antigua escuela Xiao Long- y conocí al maestro Shi Xing Chen, un
personaje de escasos metro sesenta de estatura, pero que me sorprendió
enormemente por su técnica y velocidad. Asistimos a una extraordinaria
exhibición de Kung-fu Shaolin, con una horrible música de fondo, pero que nos
mantuvo en vilo durante la escasa media hora que duró el evento, organizado por
la agencia local de turismo. Era la primera vez que veía a un grupo de monjes
realizar en directo una exhibición de este tipo – no contaba la que pude ver en
Bercy algunos años atrás – y pude sentir la energía que desprendían sus gestos
y su Kung-fu. Incluso tuve la ocasión de intentar tirar del tazón adherido al
abdomen de un joven monje, sin éxito, claro, mientras que este permanecía
impasible, como si eso fuera lo más normal del mundo y lo hiciera para
desayunar todos los días. Y el cénit del espectáculo fue el monje Shi
Xing Chen realizando el estilo de la mantis. Su velocidad, su
expresión, sus patadas y sus posiciones extremadamente bajas te cortaban el
aliento solo con observarle.
Años
después, pude visitar su nueva escuela, situada a la salida de Dengfeng, en la
avenida Beihuan Lu, en dirección a Shaolin. La cosa había cambiado
considerablemente; de una cochambrosa y vieja escuela en la aldea Shaolin a
unos imponentes edificios nuevos, con miles de alumnos. El maestro Xing Chen,
para mi sorpresa, me reconoció al momento y fue muy cortés conmigo, invitándome
a realizar una visita por todas las estancias de la escuela. Así pude ver a los
cientos de estudiantes de todas las edades estudiar en clase, entrenar y vivir
en ese lugar.
En otra
ocasión, mientras estaba haciendo fotografías de las figuras de madera en el patio
de los Luohan – hoy desaparecidas- observé en una esquina del recinto a un
monje muy fuerte, con una llamativa barba negra. Le estuve observando en
completo silencio un rato, mientras realizaba unos ejercicios de Qi-gong.
Cuando terminó, me dirigí a él con el saludo budista –amituofo- a lo que él me respondió de igual manera, con
una amplia sonrisa. En ese momento se fijó en mi pulsera budista y me preguntó
si podía verla. Eso se convirtió en una amena charla de más de una hora y
media, en la que descubrí que se trataba del célebre Shi De Chao, monje de los
antiguos y muy famoso por su Kung-fu tradicional.
El
maestro De Chao me invitó a pasar a su habitación, que ocupaba un pequeño rincón
del recinto y que era igual de humilde que la del resto de los monjes que
habitaban el monasterio. Hablamos de mi Kung-fu y mis conocimientos sobre el
lugar, cosa que le sorprendió considerablemente. Analizó con detenimiento mis
manos y antebrazos y me indicó que tenía buen Qi.
Mientras
tomábamos el té, me dijo que me iba a regalar una de sus caligrafías, que
eligiera la que más me gustara de las que me estaba enseñando. La idea me
entusiasmó pero a cambio quise ofrecerle un donativo al monasterio. Aceptó
encantado y dispusimos la forma de realizarlo, es decir, con una ofrenda
ceremonial delante del pequeño altar que existía en su habitación. Así que
introduje unos doscientos yuan (unos 20 €) en una pequeña urna e hicimos juntos
las tres postraciones preceptivas del acto. El maestro De Chao se levantó y me
indicó que quería hacerme un regalo muy especial; que haría una caligrafía
especialmente para mí. Se posicionó delante de su pequeña mesa, toda llena de
papel de arroz, pinturas y pinceles y realizó unos ejercicios de Qi-gong, tras
lo cual comenzó a trazar una hermosa caligrafía sobre el blanco papel. Era
curioso ver como el carácter “Fo” (Buda) comenzó a tomar cuerpo, como si
surgiera de la punta del pincel, con una caligrafía perfecta en sincronía entre
la tinta negra, el papel y las cerdas del pincel. Y todo guiado por una mano
cuyo dueño parecía estar en trance o en estado meditativo. El resultado lo
tengo hoy en día colgado de una de las paredes de mi habitación, como un tesoro
de incalculable valor sentimental para mí.
A partir
de ese día, el maestro De Chao se convirtió, por expreso deseo e invitación
suya en uno de mis maestros. Los días y horas que pude pasar en el monasterio,
mientras mis propios alumnos entrenaban en la cercana escuela Epo, fueron de
enorme provecho y volvieron a re-estructurar mi manera de ver Shaolin y su
arte. Era como descubrir otra dimensión del Kung-fu, un nivel nunca antes visto
ni imaginado. Fue, junto a Shi De Jian, el monje que más
influyó en el cambio de mi entrenamiento y de mi manera de percibir el Kung-fu
de Shaolin.
Shi
De Chao comenzó a enseñarme aspectos internos del Kung-fu tradicional,
a perfilar mis movimientos, a sacarle el máximo provecho posible, a comprender,
en definitiva, el sentido profundo de lo que muchas veces tenemos delante de
las narices y no somos capaces de ver los occidentales. En muchas ocasiones,
acababa con los huesos en el duro suelo mientras el maestro se reía a
carcajadas, tras aplicar alguna técnica de las formas. Reconozco que me dolía
más el orgullo y el ego que el batacazo con el suelo. Pero fueron lecciones muy
instructivas que fueron poco a poco modelando ese, a veces insano y oculto orgullo
de creer que ya sabes algo por ser profesor. Y no es que yo me las diera de
nada, porque humildad no es algo que me faltara. Pero estaba aprendiendo a
aplicar los conceptos profundos sobre la moral y la ética marcial y su estrecha
relación con el Chan. De esta manera, los entrenamientos se veían prolongados
siempre con intensas charlas sobre algunos aspectos relacionados con el Kung-fu
y la vida misma.
Así, en
circunstancias similares tuve la suerte de conocer a muchos de los grandes
maestros de Shaolin, como el venerable Shi Suxi, el anterior abad del
monasterio, o Shi Xing Gao, Shi Yan Lu, uno de los instructores jefe de los
monjes, o el mencionado Shi De Jian el famoso monje ermitaño de la montaña
Shaoshi, que dirige el monasterio Sanhuanzhai. Shi De Yang fue otro de
los personajes conocidos para el que tuve la ocasión de realizar, junto a mi
grupo de alumnos, una demostración. También cabe destacar al célebre Shi Xing
Hung, para mi, uno de los más extraordinarios maestros que he podido conocer y
que pude tener en dos ocasiones en mi escuela de España.
Todo esto
me hace reflexionar sobre la idea de que, con el tiempo, mi manera de entender
Shaolin, me ha llevado por el camino correcto y me ha permitido conocer a todos
estos grandes maestros. Que fue mi actitud y comportamiento el que con el
tiempo propició el encuentro con estas celebridades. Era simplemente un ejemplo
claro del concepto budista de la causa y efecto.
Cuando
salí de la habitación de Yong Zhi, me dirigí caminando por el pequeño sendero paralelo
al los muros del templo y que conduce a un pequeño rellano natural a escasos
trescientos metros a espaldas del mismo. Un joven estudiante al que pregunté
por el maestro Yan Ao me dijo que lo había visto dirigirse hacia allí. Era un
sitio en el que en varias ocasiones habíamos estado entrenando días atrás.
Recorrí
los escasos trescientos metros sin problema, hasta llegar a la pequeña
explanada. El maestro Yan Ao estaba allí, realizando una forma o unos
movimientos de una forma con espada que me resultaba vagamente familiar. Nada
más verme llegar se detuvo y se acercó hacia mí.
-
Llegas tarde, Yan Jia – me dijo, a modo de saludo.
-
Le pido disculpas, maestro, perdí la noción del tiempo hablando con el maestro
Yong Zhi en su habitación. Pensé que usted vendría allí-
-
Es verdad- me contestó- había quedado contigo allí. Entonces acepta mis disculpas.
Vamos a entrenar un poco, que luego tenemos una reunión en un almuerzo.
-
¿un almuerzo?-, pregunté sin entender muy bien a que se refería.
-
Si,
llegan unos alumnos míos desde Guangzhou a visitarme y quiero que estés tu
presente. Será interesante, ya verás.
-
Será
un honor para mi, Maestro.
Esa
idea mantuvo mi mente casi toda la sesión de entrenamiento entretenida,
tratando de imaginarme como sería el evento. El maestro se percató de ello y
trató de que me centrara en los ejercicios. Las dos horas de clase pasaron más
rápido de lo esperado y no fueron muy duras.
Cuando
finalizamos, Liu Chen y yo nos dirigimos caminando a la aldea donde me alojaba.
Me acompañó porque también a él el maestro le había invitado al almuerzo. Así
tuvimos ocasión de ir charlando por todo el camino de regreso.
No
paraba de preguntarme cosas sobre mi país de origen, sus costumbres y el nivel
de vida, que por supuesto consideraba mucho más avanzado que el chino. Sus ojos
se abrían como platos cuando imaginaba situaciones sobre las que yo le daba
alguna idea concreta. Me decía insistentemente que quería visitar España y
quedarse a enseñar Kung-fu en mi escuela. Poco podía imaginar que en nuestro
país y cultura, las artes marciales no tenían ni de lejos el estatus y
reconocimiento social que tenían en China. Vivir o sobrevivir de la enseñanza
del Kung-fu en España era una labor complicada y difícil. Aún así, quedamos en
que algún día le invitaría a visitarnos. Eso en China es casi una invitación
oficial, así que tendré que buscar la manera de conseguirlo. Me gané su total
amistad ya antes de esto, así que no me sentía especialmente comprometido por
este hecho, que despertó una inusitada ilusión en este joven maestro.
Hasta
la hora del almuerzo estuvimos charlando en mi habitación sobre temas
relacionados con Shaolin, mientras compartíamos una humeante taza de té. La
idea era tomarnos unas coca-colas que días antes había comprado en un
supermercado de la ciudad, pero cuando llegamos, habían estado expuestas al sol
que entraba por la ventana y estaban muy calientes. Eso de no disponer de
neveras, era una extraña costumbre china. Así que optamos por el te.
A
la hora del almuerzo, nos llamó el maestro Yan Ao al teléfono y bajamos a la
calle, cruzamos el pequeño puente que unía las dos partes de la aldea,
separadas por el arroyo, y nos dirigimos a un pequeño ‘restaurante’ local. Allí
nos encontramos a un grupo de ocho personas, cuatro mujeres de diversas edades,
un niño de unos once años y tres hombres adultos. Y allí estaba también el
maestro. Liu Chen y yo íbamos ataviados con la clásica túnica gris de monje, lo
mismo que el maestro y que conformaba nuestra indumentaria diaria. Nada más
llegar todos se levantaron de sus asientos para saludarnos, mientras Yan Ao nos
presentaba. Me sorprendió que Liu Chen se quedara en un escueto segundo plano,
mientras que el maestro me presentaba a todos los presentes como discípulo
suyo. Me sentía un tanto abrumado por el trato amable y casi eufórico que me
dispensaron todos los asistentes.
El
maestro parecía estar muy contento de poder mostrar a un discípulo extranjero
suyo a estas personas. Poco a poco me fui enterando que tres de ellos eran
antiguos discípulos suyos del sur de China, que habían venido a visitarle con
la familia.
Finalizado
el protocolo de presentaciones, nos sentamos alrededor de la enorme mesa
redonda en una habitación privada del pequeño restaurante y comenzaron a
desfilar los platos de comida. Aquello tenía la pinta de un verdadero banquete
tradicional; platos de verduras, pescado, pollo, tallarines y sopas fueron
llegando uno tras otro. Todo realmente exquisito, de olorosas fragancias y
deliciosos sabores. Los comensales se reían cuando me vieron comer igual que ellos
con los palillos. ¡En eso, mi Kung-fu era realmente bueno!
Todos
me hacían preguntas, y a cada respuesta querían brindar ‘¡ganbei!’ conmigo.
Menos mal que el maestro me echó una mano en eso, comentando que no podía beber
baijiu en ese momento. A pesar de ello, y con permiso del maestro, acabé
tomando varios chupitos que soltaron mis sentidos por completo. Me sentía
completamente integrado en la conversación y situación del banquete. No parecía
un Laowai más, sino uno que era medio chino. Si seguía bebiendo, acabaría
cantando en coro con ellos…
La
cosa se animó bastante después de varias botellas de baijiu y de pijiu
–cerveza- que se tomaron entre todos. El maestro se mostraba visiblemente
animado y contento. Invitó al niño pequeño a que hiciera una forma allí mismo,
cosa que hizo al momento y todos aplaudimos sonoramente. Pero luego me tocó el
turno a mí, y tras la insistencia de todos, me levanté y realicé Tongbeiquan,
que debió gustarles a todos porque me obsequiaron con una larga ovación que me
hizo sonrojar. Me sentía realmente a gusto con esta gente tan amable y de
alguna manera, orgulloso de que el maestro me hubiera considerado para
invitarme a la reunión. Si bien no era la primera vez que era invitado a un
banquete en China, si lo era en el sentido de ir como discípulo de un maestro
de ese prestigio.
Liu
Chen me estuvo luego contando ciertos comentarios que estuvieron haciendo sobre
mí y que, afortunadamente para el Guanxi mío y de mi maestro, fueron todos de
elogios muy positivos.
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