Viajando por China (Zhengzhou)

El monótono traqueteo del tren se hizo un poco más lento a medida que nos íbamos acercando a la estación de Zhengzhou. El trayecto desde Beijing había sido tranquilo, con casi diez horas de viaje. Había conseguido billetes de camas blandas, una curiosa forma de definir las clases en los trenes chinos, y eso supuso que pudiera descansar realmente del largo viaje. El habitáculo cerrado, habilitado para cuatro pasajeros estaba limpio y era cómodo. Como compañeros de compartimento me tocaron una pareja de chinos y una chica holandesa, de viaje por China en plan mochilero. Todos fueron poco conversadores, excepto la holandesa que entabló conversación por la mañana, apenas despuntó el sol por el horizonte del monótono paisaje de esa región de China. Un paisaje que se convirtió momentáneamente en una hermosa postal cuando atravesamos el larguísimo puente, de unos ochocientos metros sobre el río Amarillo, algunos kilómetros antes de llegar a Zhengzhou. El sol, un enorme disco anaranjado parecía flotar sobre la bruma matutina y teñía de un dorado brillante las aguas del majestuoso río. Fue una estampa que nunca olvidaré y que siempre que hice ese trayecto en tren, quería volver a revivir. Casi siempre a la misma hora, las seis y veinte de la mañana…

Tras el aseo matutino en los lavabos sorprendentemente limpios del vagón, que iba completamente lleno, me dedique a observar a los viajeros. La mayoría eran chinos, aunque también viajaba un grupo de extranjeros. Una anciana me preguntó en inglés si sabía donde estaba el servicio, pues se había asomado a un extremo del vagón, justo donde estaban los lavabos pero no lo había localizado. Todos los indicadores estaban en chino. La envié al otro extremo, y la señora desapreció tras el recodo del pasillo, para volver a aparecer a los breves segundos, con una cara casi desencajada y llena de espanto. Seguramente se había encontrado con la parte de China que nadie le había explicado: los servicios chinos. Cuando pasó a mi lado, me dijo horrorizada que no había servicio, solo un apestoso agujero en el suelo.

Poco después, llegó la revisora o encargada del vagón –cada unidad disponía de una chica- que iba perfectamente ataviada con su uniforme, y me devolvió mi billete de tren a cambio de la chapita metálica que me había entregado cuando subí la noche anterior al vagón. Había que tener cuidado de no perder esa chapita, pues luego podrías tener problemas para salir de la estación si no mostrabas tu billete de reserva. Era de alguna manera una arcaica manera de controlar todo el pasaje de los vagones de literas blandas y duras.

Cuando llegamos y bajé al andén de la estación, pude apreciar las dimensiones del larguísimo convoy; hasta donde pude contar, eran veinte los vagones que se extendían a lo largo del andén. En unos momentos éste se llenó de una auténtica marea humana surgida del interior del tren. Salvo en la estación de Beijing, nunca había visto tal cantidad de seres humanos, con la salvedad de que aquí se apreciaba mejor, pues todos querían pasar por los pasajes subterráneos a la vez y obviamente las dimensiones de la estación, aun siendo considerable, no daban para tanto. El resultado fue que nos agolpamos y empujamos miles de viajeros pugnando por poder pasar por el estrecho control de billetes de la salida. No había consideración alguna; todos, mujeres, hombres, ancianos y niños empujaban por igual, tratando de salir los primeros. Y todos cargados hasta las orejas con enormes bultos de todo tipo y color. No dejaba de sorprenderme la capacidad de esta gente de transportar cosas a lomos. El grupo de turistas extranjeros que conocí en el tren, había desaparecido de mi vista, de modo que yo era el único extranjero en medio de esa marea china.

En una de las paredes del pasadizo bajo las vías pude ver el primer vestigio que señalaba que estaba en el camino a Shaolin: un enorme cartel anunciaba un grupo de monjes con aspecto fiero en posturas clásicas. La visión de esta imagen me llenó de alegría e ilusión por llegar. Tardé como media hora en poder franquear el control de billetes de la salida. Cuando salí a la calle, se abrió un mundo nuevo para mí, lleno de vida, de matices; Había entrado en una nueva etapa de mi viaje por estas tierras.

A la salida de la estación una marea de gentes se dispersaba por todos lados en la gran explanada; Unos venían, otros esperaban sentados sobre fardos y bultos multicolores y otros salían de viaje, pugnando por pasar de la entrada, conformando una estampa clásica de la China rural. Porque el cambio de la ciudad al llegar aquí se dejaba notar considerablemente. Se podía respirar en el aire. Olía sin duda a China. El parque móvil era bastante más viejo, con pequeños coches, muchas bicicletas, motos, algunos carros y viejos autobuses urbanos. A pesar de todo el ajetreo y movimiento de masas, con un significativo desorden, sin llegar al caos, no daba la sensación de agobio y estrés de la gran ciudad como Beijing. Todo discurría con cierta tranquilidad. Visto desde cierta perspectiva, parecía un enorme hormiguero, con la gente desplazándose de un lado a otro, especialmente hacia la estación de autobuses que se encontraba justo enfrente de la estación de trenes.

Zhengzhou era la capital de la provincia de Henan (que significa “al sur del río”), que con sus 5 millones de habitantes y su situación geo-estratégica, era el nudo de comunicaciones del centro del país. Era una ciudad fea, construida caóticamente en todas las direcciones posibles y que se había convertido en los últimos años en lugar de acogida de gente rural en busca de mejoras en sus vidas. Había trabajo y eso era bueno. La población había aumentado casi un veinte por ciento en los últimos años. Turísticamente la ciudad no tenía apenas atractivo, aunque albergaba un muy interesante museo provincial de historia y muchas otras cosas que con el tiempo he ido descubriendo. Todo estaba bastante sucio, oscuro, debido a la contaminación ambiental, a pesar de disponer de numerosos y grandes parques públicos. Pero cuando te habituabas a ese ambiente, esas cosas dejaban de ser relevantes y poco a poco ibas descubriendo esos pequeños encantos que hacen que te sientas a gusto con el entorno.

Había quedado con el guía de la agencia estatal CITS a la salida de la estación y, a menos que él me encontrara a mí, el que yo le viera a él o le reconociera, iba a ser misión imposible. Pero a los pocos minutos apareció un tipo bajito, delgado, con gafas, enarbolando una pequeña banderita azul, que se dirigió a mí en un inglés impecable para ser chino y me saludó con cortesía. Su nombre era Chen y me pareció muy amable. Se hizo cargo de mi equipaje y nos dirigimos a un hotel cercano para desayunar algo. Cruzar la calle fue casi una odisea, pues no había semáforos y si un tráfico incesante de todo tipo de vehículos a los que había que sortear. O espabilabas o no cruzabas.

Durante el desayuno, todo a base de comida china tradicional, me iba dando cuenta de que esto se acercaba cada vez más a la idea que yo tenía de la China real; quedaron atrás los desayunos continentales en hoteles de 4 estrellas, los atascos (aunque aquí también los sufriría) y el que la gente te ignorara. Aquí era todo distinto: todos te miraban con curiosidad y trataban de entablar conversación contigo. Algunos, debido al dialecto de la zona, no les entendía absolutamente nada de lo que me decían. En el restaurante del hotel, había un buffet libre con la típica comida china tradicional, y la clientela era toda nacional, sin excepción. La vestimenta de la mayoría de la gente era muy simple y consistía en traje chaqueta oscuro y camisa oscura también. Todos llevaban traje, independientemente de si su trabajo consistía en barrer la calle o colocar adoquines en una obra. ¡Que raros eran los chinos!

Poco después del desayuno, subimos en una vieja furgoneta con rótulos de Shaolin en rojo, conducida por un tipo fuerte y rudo – que luego me enteré que era un antiguo campeón de Sanda de Shaolin- que apenas abrió la boca durante el largo trayecto a Shaolin.

Costó una media hora salir del centro de la ciudad y enfilar la carretera Nº 120 que conducía a Dengfeng y Luoyang. Todo tipo de vehículos recorrían sus cuatro carriles en todas direcciones, cosa que en varias ocasiones me puso los pelos de punta por las muchas situaciones en que casi nos vimos envueltos en un accidente. Y no era cuestión de pasarse de la velocidad, sino que era la manera caótica de conducir de esta gente. Lo mismo te pasaba un autobús por la derecha, que adelantábamos nosotros por el carril contrario, incluso por el arcén, en una curva cerrada y sin visibilidad. Parecía de locos. Multitud de camiones viejos, todos de color azul sobrecargados de carbón vegetal pasaban a velocidades poco recomendables a nuestro lado, lo que hacía ver que nos encontrábamos en una zona de cuenca minera, a pesar de lo monótono del paisaje. Cerca de la ciudad de Xinmi el conductor paró en una gasolinera, donde aproveché para hacer una visita a los servicios… ¡que no encontré porque no había! Cuando pregunté al empleado por ellos, me indicó la parte trasera del establecimiento. Pero allí solo había campo abierto… hasta que comprendí a que se refería cuando me señaló esa dirección. Preferí aguantar hasta llegar a un lugar más civilizado. Pero desistí principalmente porque en el lugar había unos niños jugando y no me apetecía convertirme en objeto de diversión para ellos.

Entramos en la pequeña ciudad y paramos en un establecimiento de procesado de Jade, donde sí que había un servicio algo más presentable, aunque sin salirse de los estándares chinos respecto al inconfundible olor. Aproveché para observar el proceso de tallado del Jade, que me pareció algo fascinante. Los precios eran muy interesantes –para lo que había podido ver en Beijing en ciertas tiendas- y asequibles. No era un lugar que visitaran los extranjeros, eso saltaba a la vista. De hecho Chen me comentó que era la primera vez que un Laowai visitaba la tienda y el taller. Eso quedaba patente, pues en unos momentos casi todos los trabajadores de la pequeña fábrica estaban agolpados en una puerta o asomados a una ventana observándome. Lástima, porque yo no era precisamente el turista con los bolsillos llenos de dólares. Aún así, adquirí una preciosa pulsera de Jade verde que me gustó mucho. El precio: unos ocho euros. Me asombró ver el proceso de tallado de un gran buda de jade, que en su gran barriga contenía agua.

Tras dos horas y pico de tortuoso viaje nos aproximamos a la ciudad de Dengfeng, situada a pocos kilómetros del monasterio. Junto al primer peaje de la carretera donde nos detuvimos brevemente, pude observar ya la primera escuela de Shaolin, que consistía en un gran edificio viejo de dos plantas, con casi todas las ventanas rotas y sin cristales, que rodeaba por dos lados un patio de albero amarillo, donde se entrenaban grupos de chavales, todos más negros que el carbón, zapatillas rotas y con uniformes sucios cuyo color casi no se podía ya distinguir. En un lateral del muro, se veían vetustos sacos llenos de arena colgando de barras y chavales golpeándolos con verdadera furia. Muchos, al percatarse de nuestra presencia, se acercaron a la furgoneta vociferando sonoros “hellou, hellou!”, que debía ser la única palabra en idioma extranjero que conocían. Ante mi respuesta en su idioma, se partían de risa y salían corriendo, gritando algo acerca de un Laowai que hablaba chino. Ese fue el primer contacto que tuve con una escuela de Kung-fu de la ciudad.

(Continuará)

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