Entrenar en Shaolin (1)
Esa primera mañana de entrenamiento, me despertó la repetitiva canción de propaganda del partido comunista que sonaba por los altavoces situados en los pastes de madera situados a lo largo de todo el recorrido hacia la entrada misma del monasterio.
Eran apenas las siete de la mañana, una licencia que mi maestro me había otorgado por ser extranjero, un Laowei al fin y al cabo. Esto muy pronto cambiaría…
La machacona melodía, que parecía pasar desapercibida para todos los chinos, se te metía en los oídos y acababa convirtiéndose en una obsesión, que sin darte cuenta, ibas tarareando a las primeras de cambio. A los pocos días, ya dejé de prestarle atención y desapareció de mi horizonte auditivo. Poco tiempo después, dejaron de ponerla. China se estaba modernizando poco a poco...
Cuando salí de mi hotel de la aldea Shaolin – no me acostumbraba a la idea de que aquello lo fuera - , el espléndido sol de la mañana ya ascendía ladera arriba de la montaña, ofreciendo un brillante espectáculo de tonos anaranjados y rojizos que iluminaba todo el valle de Shaolin.
Esa mañana tenía programado un entrenamiento con el maestro Shi Yan Ao de cuatro horas divididas en dos turnos, uno por la mañana y el otro por la tarde, entre las tres y las cinco. El entrenamiento matinal, es decir de las 6 de la mañana, quedaría para unas semanas más adelante. Un trabajo que a posteriori se convertiría en el más importante para mí.
Pero ese día me encaminé carretera abajo hacia la entrada del monasterio Shaolin, un recorrido que podía hacer fácilmente en apenas quince minutos, y que a lo largo del tiempo que estuve alojado en este pequeño poblado, antes de entrar en el templo, se convertiría en un medio perfecto de meditación en movimiento; un agradable paseo lleno de sensaciones que producía en mi, un verdadero despertar de los sentidos. En unos días ya me saludaban varios ancianos campesinos (el entrañable Sr. Laoyang) que se encontraban labrando sus campos y huertos a lo largo del pequeño riachuelo junto al camino. Comencé a identificar los distintos tipos de pájaros que existían en esa zona, a observar la gran cantidad de telas de araña enormes que creaban entre los arbustos un laberinto de hilos plateados bajo los tenues rayos de sol de la mañana. El sonido del agua, los pájaros, las ranas y en ocasiones la suave brisa creaban un ambiente idóneo para dejar vagar la mente hacia sensaciones y rincones inexplorados de uno mismo. A veces me perdía en esos pensamientos y otras, solo sentía la suave embriaguez de los sentidos disfrutando de cada momento, de cada roce de la brisa en mi túnica…
Al llegar a la explanada de entrada del templo, ya comenzaban a verse grupos pequeños de turistas, ávidos como siempre de historias, leyendas y souvenirs de este mítico lugar, cargados de cámaras de fotos y teléfonos móviles de última generación. Los primeros días siempre me asaltaban grupos de turistas chinos para hacerse una foto conmigo y eso, la verdad no me incomodaba demasiado; Hasta me parecía simpático. Al fin y al cabo yo era un extranjero vestido de monje y eso, era una notoriedad que había que analizar bajo su perspectiva de la curiosidad desmedida de la naturaleza china. Pero esto fueron los primeros días; Luego comencé a cansarme de tanta foto, de las poses y sonrisas. Me sentía como un payaso, una especie de atracción de feria de Shaolin y me cansé. Ahora evitaba intencionadamente a los grupos y cruzaba la explanada con paso más rápido hacia la puerta lateral, por la que solo tenían acceso los monjes y las autoridades del templo.
El guarda me abrió y me saludó sin demasiado entusiasmo; ya se había acostumbrado a mi presencia por aquellos lugares y me conocía de sobras. El camino empedrado que discurría paralelo a los muros del templo estaba húmedo y llevaba a las cocinas y a las habitaciones de los monjes residentes, una zona vetada a los turistas y curiosos. A las puertas de la cocina, dos pequeñas furgonetas repletas de verduras eran descargadas por dos monjes, que me saludaron efusivamente. Uno de ellos era Chen Hao, a quien días atrás había visto en una exhibición de los monjes. No dejaba de sorprenderme por la extraordinaria habilidad de este hombre, en apariencia afable y tranquila.
- “ahh… ¿ni hao ma, Yan Jia? Qu xun lian ma?”, me solía preguntar siempre que me veía. Era un tipo genial, siempre dispuesto a ayudarte.
Apenas unos metros más arriba, una docena de monjes jóvenes estaban realizando como posesos el salto de la rana escaleras arriba. Solo verlos ya cansaba y te dolían las piernas. Casi llego a la conclusión que estos monjes no tienen ni ligamentos ni tendones, sino bandas elásticas en las piernas. No hay forma de trabajar las formas de Shaolin, sin caer en el riesgo de parecer un patoso si no tienes esa extraordinaria flexibilidad articular que tienen ellos. Y esa flexibilidad la conseguían trabajando y entrenando desde muy pequeños, así que, por mucho que nos esforzáramos nosotros, los Laowei, con cierta edad era prácticamente imposible emularles en sus movimientos felinos y llenos de poder.
Ese entrenamiento consistía invariablemente en un mínimo de tres sesiones de entrenamiento al día, cada una de unas dos horas de duración y que se podían desglosar más o menos de la siguiente manera:
09:00 a 09:10 – Correr en círculos para calentar.
09:10 a 09:20 – ejercicios de calentamiento con carreras, saltos, elevaciones de rodillas, giros, volteretas, Huadie (ruedas), saltos de rana, etc.
09:20 a 09:40 – pasar a ejercicios tradicionales de técnicas, patadas, saltos, giros, posturas, lanzamientos, combinaciones, etc.
09:40 a 09:50 - estiramientos
09:50 a 10:00 – descanso (también se estiraba)
10:00 a 10:20 – entrenamiento individual técnico, dependiendo de la forma o Taolu que se estuviera aprendiendo.
10:20 a 10:50 – realización de la forma completa o por secciones.
10:50 a 11:00 – estiramiento de relajación muscular.
Esto siempre, día tras día, seis días a la semana durante años… Un modelo o método de entrenamiento que consigue unos resultados extraordinarios en poco tiempo, pero que para nosotros, los occidentales, suponía un enorme sacrificio para el que muchos no estaban preparados al llegar aquí.
A este entrenamiento habría que sumarle en el caso de los monjes del monasterio, otras dos horas más de meditación y trabajo interno de Qigong.
Con este bagaje de trabajo a sus espaldas, no era de extrañar que estos monjes pudieran realizar realmente las increíbles proezas que muchas veces se podían observar en las exhibiciones o los programas de televisión. Puedo asegurar que no había truco en lo que hacían cuando rompían barras de hierro con la cabeza, o estacas sobre piernas y brazos, o practicaban el kung-fu del fuego, o se colgaban del cuello de una cuerda. Todo era real y no producto de fantasías cinematográficas o de publicaciones en libros y revistas extranjeras y chinas.
Me quedé un rato absorto observando como subían una y otra vez los 40 escalones con el dichoso salto de la rana (que consiste en saltar en cuclillas), y no me percaté que mi maestro me estaba observando desde la entrada del edificio de los dormitorios. Cuando me dí cuenta, me sonrió y me dijo con gestos y cierta sorna, si quería participar en el entrenamiento con los chicos.
Casi salgo corriendo de allí, repitiendo, en tono de guasa “¡bu yao, shifu!.. bu yao, xiexie!”… Creo sin duda que cogí cierta fobia a las interminables escaleras de las montañas de China.
(continuará)
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